El libro de Ricardo tiene como motor en la narración la figura de su padre, fallecido en 2015. Al igual que el libro de Alfons Cervera, «Otro mundo» (Ver Aquí), contemplan la imagen del padre desde otras ópticas a las habituales en este tipo de escritura familiar. Cervera se centra fundamentalmente en los silencios del padre en vida y su repercusión en el autor, en forma de vacío doloroso. Menéndez Salmón, partiendo del padre plantea una indagación dentro del propio autor.La enfermedad de su padre a edad temprana marca los recuerdos del escritor:
Embed from Getty Images«Cuando pienso en mi padre, la primera palabra que acude es enfermedad. Evoco a mi padre como una persona siempre enferma, desde que a los treinta y ocho años sufrió un infarto que marcaría el resto de su vida y la de su familia. Yo tenía entonces once años, pero los recuerdos previos a esa fecha se han borrado en lo que afecta a la figura paterna».
Enfermedad que condiciona toda la vida familiar, su madre dedicada al cuidado del marido y descuidando al hijo, que vive un estado de retraimiento constante:
«La enfermedad de mi padre, su dolencia cardiaca, muy severa a una edad tan temprana, hizo que nuestra cotidianidad cayera bajo la constelación de significado del dolor, los cuidados, la dependencia. Mi padre se convirtió en un enfermo profesional; mi madre se transformó en una cuidadora a tiempo completo; yo padecí los rigores de una casa donde se había instalado el miedo. Un miedo que se tradujo en una especie de renuncia a la vida, de temor ante actos antaño considerados vulgares y de pronto contemplados como excesos».
Habitar una casa dominada por la enfermedad, un enfermo reclamando ser el centro de la casa y una cuidadora que parecía estar solo para él, en la reflexión, el escritor comprende que él también en cierto modo se ha convertido en un enfermo hipocondríaco:
«He necesitado treinta años para comprender cómo la enfermedad de mi padre me convirtió en un enfermo. En un enfermo imaginario, quiero decir. Ese añadido, ese calificativo, es lo dramático.
Porque, salvo en muy puntuales ocasiones, yo he sido y soy una persona con una salud excelente aquejada de monstruosos padecimientos de índole psicosomática. El clima global de mi vida, su metáfora dominante, ha sido la enfermedad. Abducido por una mala salud ajena, esclavizado por un vademécum de prevenciones ante el hecho de estar vivo, culminé la infancia, superé la adolescencia, recorrí la juventud y penetré en la madurez escoltado por una hipocondría severa y una obsesión feroz por los avatares de mi salud. La enfermedad ha sido mi destino. Mi país. Mi bandera».
El abuso de alcohol en el padre, otra enfermedad, unida a la propia del corazón. Combinadas ambas suponen una desestructuración total. Se une la ocultación total y una mujer abnegada tratando de sostener al marido y a la familia con el propio desgaste. Todo ello con el paso del tiempo acrecienta un sentimiento de culpa en el padre. Culpa que parece heredarse en la familia: «En el fondo, y esto es lo fatal del asunto, bajo estas disquisiciones respira la bestia más temible y voraz que el ser humano ha creado en siglos: la culpa. Una culpa que, según el aberrante lamarckismo de mi familia, se hereda como un carácter adquirido».
El autor se reprocha su escasez de conversaciones con su padre en vida, en torno a su estado enfermizo: «Es probable que treinta y tres años parezcan un mundo, pero lo cierto es que nunca hablé lo suficiente con mi padre acerca de su enfermedad. Es algo que no me perdono. Y que sucederá de nuevo entre mis hijos y yo a propósito de cualquier tema crucial que debamos tratar. No me hago ilusiones. Las conversaciones importantes no se tienen a tiempo. Eso es algo que sólo sucede en la literatura o en el cine. En la vida real, en la vida espantosa hecha de tedio, facturas y declive, en la vida gozosa hecha de momentos de júbilo, del misterio del mar y de la bondad de ciertos hombres y mujeres, el silencio es la norma. Un silencio educado; un silencio castrante; un silencio que tarde o temprano acabamos por pagar».
Como ocurre con el padre de Alfons Cervera y sus primeros pasos de actor amateur, en el padre de Ricardo, ocurre algo similar. Desea seguir los pasos de la interpretación, pero por insistencia de su padre tiene que inclinarse hacia unos estudios de perito mercantil, acabando en venta de seguros:
«Uno de los relatos que bosqueja la figura de mi padre es el de su fracasada vocación de actor. Nacido en 1943, mi padre ingresó en la década de los años sesenta con el deseo de convertirse en otro John Gielgud. Su padre, mi abuelo, se opuso con vehemencia a tal anhelo. Mi padre terminó cediendo, cursó unos tediosos estudios de perito mercantil y se dedicó al mundo de los seguros».
El escritor con el paso del tiempo ha aprendido a no juzgar a las personas. Amparándose en Thomas Bernhard, reflexiona: ««Comprender el desamparo de todos los hombres, pero sin compasión.» Esta frase de Thomas Bernhard, uno de los escritores que ha iluminado mi pasión, se podría aplicar a aquellos años neblinosos y a la vez recalcitrantes, donde ninguna tregua se nos concedió. No disculpo a mi padre, pero tampoco lo condeno. Lo primero sería inútil; lo segundo, injusto. Si he aprendido algo con la madurez es que juzgar a las personas con una vara inflexible conduce a errores de bulto y a conductas fariseas».
La relación mantenida con su progenitor cabe entenderla entre la dicotomía amor y odio que suele presidir muchas interrelaciones entre padres e hijos: «Al escribir sobre mi padre comprendo cuánto lo he amado y cómo lo añoro, pero también cuánto daño me hizo. Nuestra historia es la enésima variación en torno a un tema inagotable: los caminos que adoptan las relaciones entre padres e hijos para llegar a conquistar una especie de indiferencia, de pacto entre adultos, en que la vida, mal que bien, halla un balance definitivo donde debe y haber tienden a igualarse».
Ante la asfixia familiar el autor necesita abandonar el hogar y a los veinte años deja a sus padres en su deriva: «Fue una época que coincidió con mi decisión de irme de casa. El ambiente se había vuelto opresivo. No me siento orgulloso de esos años, incluida mi idea de abandonar aquellas paredes como fuera. Pero reconozco que no podía más, que no me importaba dejar a mis padres solos, al pie de los caballos, enredados en la telaraña de su matrimonio. Estaba agotado, exhausto, me sentía viejo a los veinte años, con una década ominosa a mi espalda levantada sobre enfermedades ficticias, un ambiente siniestro por su tristeza, el disparate narrativo del alcohol».
Abandonar el hogar familiar, dejar atrás a los padres es un momento especial, por una parte es finalizar una etapa de muchos años de convivencia y por otra parte es dar comienzo a un nuevo periplo. Lo que manifiesta el autor es un cambio que afecta a la propia personalidad, que la despoja de una parte de sí mismo, irrecuperable para el resto de la vida: «Dejar la casa en la que se ha crecido es como cambiar de país. Quizá sea la mudanza más importante en la vida. Más que el matrimonio o que el trabajo. Más incluso que tener un hijo. Porque es tu propio yo, un yo irrecuperable, lo que queda atrás. Al observar por el retrovisor descubres al rey desnudo, un cuerpo que ya no volverá. Es la muda de la serpiente, el harapo de lo que fuiste. Creo que sólo entenderé lo que mi defección significó para mis padres cuando mis hijos se vayan. O quizá ni siquiera entonces, pues ojalá su adiós, cuando llegue, no obedezca a la sensación de habitar en una ciénaga».
La necesidad de escribir el libro en torno a su padre, deriva la escritura hacia zonas ocultas del propio escritor. Esclarecerlas permiten un autoconocimiento y posible comprensión entre la relación de los dos: «Comencé este libro queriendo hablar acerca de mi padre, pero comprendo que, al hacerlo, he hablado (estoy hablando) de cosas que están más allá, por encima o incluso antes de él. Que estoy hablando de mis temores y temblores, de mis logros, de mis recelos, de mis propias invisibilidades y de mis propios venenos. Si el parto promete traer al mundo más de una criatura, debo congratularme por ello, pues clarificar el origen de uno mismo es una de las escasas pesquisas que merece la pena abordar. Dirimir en la página quién fue mi padre me permite afrontar los diálogos que nos faltaron, vencer la sordera que nos atenazó, acatar el exilio que nos recluyó en un recíproco destierro. Supone, de paso, alumbrarme a mí mismo».
Su padre, en los últimos años de vida sufrió un grave deterioro. Ricardo, en cambio atraviesa un período de bonanza. Publicaciones de libros ininterrumpidas con buenas críticas, presentaciones incesantes con sus consiguientes viajes. Las penalidades de su padre, entendía que eran merecidas por el trato con él. Ante ese examen de conciencia que está realizando se reprocha juzgar con suma dureza a su padre y no acercarse más a él los últimos años: «No fui generoso con mi padre en aquellos años.» «Durante esos años me convencí de que mi padre estaba saldando una cuenta por el daño que me había infligido.» «Hoy no sólo comprendo que estaba equivocado al pensar de ese modo. Comprendo que estaba siendo estúpido. Mi padre era un hombre enfermo; yo, un egoísta. Y mi ceguera era doble, al pensar que se me debía un salario de afecto».
La mayor parte de la vida del padre del autor giró en torno a la enfermedad, por ende la madre y Ricardo tuvieron que vivir bajo su influencia. Podría decirse que en el libro es prácticamente otro personaje más. Vertebra toda la narración. Por otro lado, se produce una dualidad entre la culpa y la redención. La culpa no solo tiene lugar en el padre, sintiéndose causante por las consecuencias de sus enfermedades, tanto las cardíacas como las derivadas del alcoholismo; en sus seres queridos. Este sentimiento de culpa también se produce en el hijo, cuyo egocentrismo no ha permitido un mayor acercamiento con su progenitor cuando más lo necesitaba. Pero la redención tiene cabida. El autor a través de su indagación personal necesita comprender y redimir al padre y en cierto modo, a sí mismo. El libro responde a una incursión íntima en la memoria, de manera dolorosa, pero a su vez, liberadora; originando una reflexión honesta.
Hablando el autor en torno a una película querida por él, «El fuego fatuo», hace alusión a algunas piezas musicales de Erik Satie que se escuchan en ella. En el disco siguiente, el pianista británico, Alexander Metcalfe, interpreta una selección de piezas, figurando entre ellas las citadas en el libro:
«Las ilusiones políticas, los ágapes filosóficos, la felicidad traicionada van tomando forma en una cinta de una belleza pasmosa, pautada por la interpretación impecable de Ronet y por cuatro piezas hipnóticas de Satie: la Gymnopédie n.º 1 y las Gnossiennes n.º 1, n.º 2 y n.º 3».
Four Ogives de Alexander MetcalfeEditorial: Seix Barral, Edición 2020
Fuente de Imagen de Ricardo Menéndez Salmón: Propiedad de Javier Albiñana