A Sebald no le gustaba que a sus trabajos narrativos se les denominara novelas, más bien él prefería definirlas como obras en prosa o “ficciones documentales”; en todo caso. Ciertamente ocurre en la obra: Austerlitz es un personaje ficcional pero toma como modelo muchas de las características del filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein (que coincidió en la escuela con el genocida Hitler, totalmente opuesto a él; por supuesto) . Ambos judíos, de pensamiento lúcido, interés por la arquitectura, la mochila al hombro y como nos relata el narrador, que todo apunta al propio Sebald; “la expresión de espanto que los dos tenían en la cara”.
La documentación que nos ofrece el autor es totalmente veraz, minuciosa, detallada; nos incluye incluso fotografías para dar más verosimilitud, si cabe; al relato.
Cuenta Sebald en alguna entrevista que hasta que no estuvo impartiendo clases en Inglaterra no se enteró de todo el mal que había provocado el nazismo. Viviendo en Alemania apenas se mencionaba el tema y si preguntaba algo, generalmente se desviaba la conversación hacia otros derroteros.
Nos habla del desarraigo en Austerlitz, como debió de ocurrir con el destino de tantos niños trasladados a Gran Bretaña: entre 1938 y 1939 acogió aproximadamente a unos 10.000 niños, separados de sus padres, provenientes de Alemania, Austria, Checoslovaquia y Polonia. Una gran parte quedaría huérfana durante el nazismo. La otra, fue dada en adopción (caso de Austerlitz) y el resto, en centros de acogida.
Austerlitz, acogido por un matrimonio anciano galés de rígidas costumbres y vida triste; el padre adoptivo había sido predicador. De trato frío con el niño. Posteriormente tuvo que vivir en un internado.
Hay una indagación de los orígenes de Austerlitz por la necesidad de saber donde nació y cuales fueron sus verdaderos padres, y sus posibles itinerarios finales. Nos habla de una necesidad de olvidar pero a su vez, de sacar a flote los recuerdos como liberación:
“No me parece, dijo Austerlitz, que comprendamos las leyes que rigen el retorno del pasado, pero cada vez me parece más como si no hubiera tiempo, sino diversos espacios, imbricados entre sí, entre los que los vivos y los muertos, según el talante en que se encuentran, van de un lado a otro, y cuanto más lo pienso tanto más me parece que nosotros, los que todavía nos encontramos con vida, a los ojos de los muertos somos irreales y sólo a veces, en determinadas condiciones de luz y requisitos atmosféricos, resultamos visibles.
Hasta donde puedo recordar, dijo Austerlitz, siempre he tenido la impresión de no tener lugar en la realidad, como si no existiera”.
Tratar de buscar respuestas a sus orígenes, a su pasado, al destino de sus verdaderos padres, buscando cualquier clase de signo; llevan prácticamente a la locura y soledad, a Austerlitz:
“Y yo traté otra vez de explicarle y explicarme los inconcebibles sentimientos que me habían acosado en los últimos días; de decirle que, como loco, pensaba continuamente que por todas partes me rodeaban signos y secretos; que incluso me parecía como si las mudas fachadas de las casas supieran alguna cosa mala de mí, y que siempre había creído que tenía que estar solo, lo que ahora, a pesar de mi añoranza de ella, era más fuerte que nunca”.
Jacques tiene una fijación con las fortificaciones y el paradójico hecho de que fueron construidas como defensa y derivaron en cárcel y tumba para sus ocupantes, caso de las fortificaciones de Breendock y de Theresienstadt que los nazis transformaron en siniestros campos de prisioneros. También tiene escaso aprecio por las estaciones, porque si bien pueden ser causa de felicidad a la vez pueden serlo de desgracia, dado que muchos trenes llevaron prisioneros judíos a destinos crueles o a niños como él, al destierro.
Critica también la construcción de otros edificios, entre otros; la Biblioteca Nacional de París, edificio grandilocuente y frío; poco acogedor para la lectura.
Cabe destacar la estructura narrativa temporal: coincide el protagonista inicialmente en 1967 con el narrador y luego tendrán ocasionales encuentros incluso con décadas por medio. La relación se reanuda en 1996 con sus intermitencias hasta 1997. En cambio los hechos narrados se remontan desde 1934 hasta la actualidad. Hechos pasados dentro de otro pasado más reciente y recuerdo dentro del recuerdo.
Para leer con calma, de frases largas, en un monólogo reflexivo de Jacques Austerlitz. Doloroso, melancólico, evitando caer en el sentimentalismo; ni el interlocutor ni el narrador emiten juicios de valor en una ficción con visos de sangrante realidad.
Para acompañar la lectura, el sugerente álbum “État”, del compositor y pianista francés, afincado en Nueva York, Daniel Wohl:
Strings: Michi Wiancko, Eliza Bagg, Rob Moose, Nadia Sirota, Eric Byers, Andie Springer, Mariel Roberts
Percussion: Matt Evans (“Primal”)
Piano: Dustin O’Halleran (“Dream Sequence”), Daniel Wohl (“Melt”, “Orbit”)
Vocals: Channy Leaneagh (“Angel”), Eliza Bagg (“Subray”)
Synthesizer: Ryan Olson (“Subray”)
Clarinet: Ken Thomson (“Subray”, “Angel”)
Flute: Alex Sopp (“Angel”, “Subray”)
All songs written by Daniel Wohl
New Ámsterdam Records, 2019
Editorial: Anagrama, edición 2019
Colección: Compactos 50
Traducción: Miguel Sáenz