Tenía pendiente esta lectura, en cierto modo autobiográfica, de Alan Pauls; en referencia a su experiencia alrededor de la playa y su posible influencia en él. Qué mejor momento para ponerse a ello, que el verano. Lo primero que sorprende, al poco de comenzar a leer, es el tono que parece mantener el autor. Más que su experiencia, que también, parece tomarse el pretexto de la playa para acometer una especie de ensayo, no ya sobre el mar y la playa, sino sobre otros intereses que de alguna manera mantienen cierta relación con el tema central, pero vinculándolos mayormente con la propia idiosincrasia del autor.
Embed from Getty ImagesEl libro, Pauls lo divide en apartados, en cuyo comienzo inserta fotos de su infancia en diversas playas. Cada apartado lo versa sobre un concepto determinado en relación a la playa y un desarrollo en el que trata de vincular sus posibles derivaciones, manteniendo cierta conexión.
Así tenemos, como el autor relaciona la frecuencia de los sueños con sus estancias en las playas:
«Se sueña mucho en la playa. El programa de una noche normal en Cabo Polonio —la playa del Uruguay donde veraneo desde hace cinco años— tiene cierto aire de familia con las maratones continuadas que veíamos con mi padre y mi hermano, de chicos, en un cine de Las Heras y Agüero, el Roxy, que demolieron cuando ya todos habíamos olvidado cómo se llamaba».
Estableciendo Pauls un vínculo entre la ensoñación y la ausencia de recursos y alternativas en sus lugares de veraneo:
«¿Por qué se soñará tanto en la playa? En Cabo Polonio, supongo, para compensar los efectos de un cierto síndrome de abstinencia. El lugar no tiene luz eléctrica —no hay cine, no hay televisión, no hay computadoras—, y es tan indigente que las formas de comunicación publicitaria más elaboradas que tolera son las pintadas de la política municipal (Chiruchi Putazo, decía una de hace dos veranos destinada, según me contaron, a segar de raíz la carrera de un candidato a intendente) y los afiches de los cigarrillos Nevada, que, indiferentes a todo, casi comunistas en su intransigencia, se limitan a reproducir con orgullo la clásica bicromía —rojo, verde— de la marca. En otras palabras: si se sueña mucho es porque la playa es un territorio libre de imágenes».
Cuando la magia de la proyección del autocine podía incentivar su estadía en la playa, la experiencia deviene en frustración, donde el autor determina que el propio marco natural se basta a sí mismo sin necesidad de ningún aparataje accesorio para el imaginario:
«… todos los argumentos que habrían avalado la idea de instalar un autocine en un balneario como Villa Gesell se derrumbaron poco después, cuando la película empezó, ante una evidencia instantánea: el espectáculo, el verdadero, el único que el mundo de la playa no rechazaba por redundante o por vejatorio, era el de la pantalla en blanco, suerte de cine virgen, pasivo, que no fascinaba por lo que irradiaba sino por todas las imágenes que era capaz de suscitar».
Medita Pauls sobre la pervivencia de ciertos lugares vacacionales, así Villa Gesell, establecida siguiendo las directrices de los modelos centroeuropeos, por anacrónico que pudiera parecer, resistía el paso del tiempo. Paralelamente, en el mismo lugar, tiene el recuerdo agradable de su primer contacto con la narrativa de Julio Cortázar:
«… nunca pude entender cómo una playa como Villa Gesell, cuya suerte, como la de cualquier playa, dependía de la conjunción feliz de una serie de azarosas variables estivales (calor, sol, estabilidad climática, etcétera), podía sobrevivir a esa prodigiosa amnesia de verano que pregonaban el chucrut, la sachertorte, los turrones, el chocolate y todos los demás agentes de proselitismo centroeuropeo que acechaban en sus puntos estratégicos.
Y sin embargo, gracias a Dios, sobrevivía. Incongruente y democrática, sobrevivía en parte gracias a la dinámica anárquica en la que tarde o temprano terminaban centrifugados todos los balnearios de esa franja de costa atlántica, que no se oponía ni pretendía abolir y ni siquiera tenía opinión sobre, por ejemplo, bastiones de la avanzada centroeuropea como la legendaria Pastelería Holandesa, los manjares húngaros de Pipach o la Casa Böhm, donde —nobleza obliga— recuerdo haber comprado en traje de baño y ojotas, con la piel blanca de sal y los hombros en proceso avanzado de despellejamiento, los primeros libros que yo mismo elegí, Final de juego, Todos los fuegos el fuego, Los premios, que sellaron para siempre una caprichosa alianza entre Cortázar y la playa».
Indaga Pauls en las motivaciones que mueven a personas como él a sus encuentros periódicos con las playas. Parecen hallarse en una búsqueda primigenia:
«Sé que los que vamos a la playa —a Villa Gesell como a Cabo Polonio, a Punta del Este como a Mar del Plata, a Florianópolis como a Mar del Sur, a Cozumel como a Goa— vamos siempre más o menos tras lo mismo: las huellas de lo que era el mundo antes de que la mano del hombre decidiera reescribirlo».
Entre los distintos análisis, aborda el tema erótico. A pesar del posible deseo que pueden desprender los cuerpos desnudos en la playa, Alan ve unos mecanismos inviables debido a los molestos elementos naturales, léase agua salada, arena y excesivo sol. Conexiona varias películas, de Rohmer, de Roger Vadim, de James Bond y tomando como ejemplo la película de Zinnemann, «De Aquí a la Eternidad», concluye:
«…pienso en el momento en que los actores, después de repetir diez veces la escena, descubrirán lo que el sol hacía con ellos mientras ellos jugaban a eclipsar la Segunda Guerra Mundial con unos minutos de pasión clandestina. Frotarse con otro cuerpo en la arena, revolcarse tras la cortina del cambiador de una carpa, acabar desnudos en la rompiente: las proezas más clásicas de la erótica de playa son para mí, además de inverosímiles, ejemplos perfectos de todo lo que no puede ser el placer: incomodidad, aspereza, hostilidad, interferencia».
Si el autor acude a la iconografía cinéfila, lógico es que la literatura se cuele por múltiples rincones de sus páginas. De esta forma, llega un momento en que se cuestiona la relación entre la literatura y la playa:
«¿Literatos en la playa? Alguna vez, un amigo escritor que adoro pero al que no veo mucho, cosa de que cada encuentro sea para ambos un breve pero intenso tratamiento de rejuvenecimiento, me confesó que no iba a la playa no porque odiara el sol o le diera escalofríos el mar o le molestara la arena (aunque también por eso), sino porque no podía imaginarse una biblioteca en ninguna parte».
Y, literariamente parece prestarse mayormente su imagen otoñal, como Pauls analiza en otra película de Zinnemann, «Julia». Tomándola como modelo, nuestro autor también se refugió en la playa en épocas intempestivas, constatando las incomodidades experimentadas. Establece con ello, que solamente como idea es sugerente y atrayente, nada más:
«No éramos frívolos, sin duda, y a los tres o cuatro días de llegar, sin bañarnos y con la ropa sucia, porque el gasista, demorado en una clínica de los alrededores por el lento trabajo de parto de su mujer, había dejado las garrafas de gas bajo llave y la carga de las que había en la casa, remanente de la opulencia estival, había alcanzado apenas para el mate de festejo de la llegada, cualquiera que nos sorprendiera en esas derivas callejeras, con las yemas de los dedos amarillas de nicotina y los ojos enrojecidos por el drambuie, un licor de whisky empalagoso, sí, pero el único con el que el hogar de leños aceptaba hacer juego sin protestar, bien hubiera podido tomarnos por un par de esos hippies recalcitrantes que abonaban el mito de la playa cuando el resto del universo lo dejaba caer, o por los sosías juveniles del Hammett y la Hellmann de Julia, una pareja de intelectuales que buscaba en los rigores de la playa invernal no sólo una comunión profunda sino también el temple, el filo, la resistencia capaz de exigirlos como nada en la ciudad —demasiado familiar, demasiado dócil— se animaba ya a exigirlos. Pero ¿éramos felices?».
Uno de los momentos más gratos de la lectura, es en el episodio donde siendo un chaval, enferma y no puede acudir a la playa, con el consiguiente disgusto:
«En la escena hay un chico. Tiene diez u once años. Está de vacaciones en la playa, un lugar que asocia con la forma más perfecta de la felicidad y donde despliega una actividad infatigable, ante la que él mismo no puede evitar sorprenderse. Un día se despierta, traga, siente alguna molestia en la garganta. Tiene unas líneas de fiebre. Deciden que se quede en casa. El chico reacciona mal y se amarga: es un día espléndido, no hay una gota de viento, el mar —por la ventana de su habitación ve flamear la banderita celeste— debe estar ideal para nadar, no le cuesta nada imaginar a sus amigos, todos asquerosamente saludables, precipitándose a la carrera hacia la orilla, poseídos por un entusiasmo que por primera vez le parece el colmo de la vulgaridad. «¿Por qué yo?», se pregunta. «¿Por qué a mí y hoy, con este sol?»».
Es ahí, en el contratiempo, cuando el chico abre un libro sin esperanzas e inexplicablemente continúa varias horas leyendo sin saber cómo ha transcurrido tan rápido ese tiempo. Es el descubrimiento de la literatura, que no abandonará jamás:
«.. el libro que acaba de abrir y que ya cierra su trampa sobre él, una trampa que nunca más volverá a abrirse, es, como lo demostrarán las cuatro horas ininterrumpidas que pasará con él, en él, tan lejos de todo que la fiebre, la garganta enrojecida y el dolor de los músculos le parecerán contratiempos vividos por otro, en otro país y otra época, y sus padres y hermanos y amigos y el mundo en general, blanco antes de su envidia y su odio, porque podían hacer todo lo que a él le estaba vedado, se empequeñecerán, perderán definición, color, movimiento, hasta convertirse en mortales pálidos —que ese libro es el otro lugar que tiene la forma de la felicidad perfecta, y que, como escribió alguien a quien él leerá recién veinte años más tarde, cuando ya no esté circunstancial sino crónicamente enfermo, tanto que sólo será capaz de hacer lo único que quiere hacer, quemarse los ojos leyendo, quizá no haya habido días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con el libro por el que más tarde, una vez que lo hayamos olvidado, estaremos dispuestos a sacrificarlo todo».
El libro se lee con verdadero interés. Es cierto que toda rememoración de la infancia (menor en la juventud), implica aplicar a la escritura una visión modificada por la percepción del momento de la creación. También se observa una autofiguración, es decir, se adapta el tema tratado a los intereses del que escribe. Pauls, de esta manera incluye sus gustos e intereses, lo que convierte el texto en un híbrido que fluctúa entre la crónica, el ensayo, la autobiografía y la idealización. ¿Qué parte de ficción coexiste en la narración? ¿Qué parte de verdad o realidad del pasado?. Difícil establecerlo. Independientemente de las cuestiones planteadas, lo que sí establecemos es la calidad en la escritura de Alan Pauls. La narración es impecable, no decayendo en ningún momento, a pesar de las digresiones que se derivan en frases subordinadas sucesivas.
Alan parece tener preferencia por el cantante argentino, Miguel Mateos, aunque constata extrañado en un concierto, la singular audiencia que lo frecuenta:
«Voy a un concierto de Miguel Mateos, el único outsider genuino del rock nacional. Me impresiona sobre todo el público: chicos de provincia de veinte, todos engominados, vestidos de traje oscuro, corbata finita y zapatos abotinados. Me doy cuenta de que es el mismo público que va a ver a los predicadores que llenan los ex cines de la avenida Rivadavia, hoy reciclados en tenedores libres cristianos con crucifijos de neón, telones rojo sangre y alfombras sintéticas que transforman a los fieles en verdaderas baterías ambulantes».
El Vídeo, se corresponde con el album inicial de 1982, del grupo Zas, en el que militaba Miguel Mateos. El sonido deja mucho que desear, pero en el grupo se observa la frescura de los inicios:
El siguiente vídeo es también de Zas y Miguel Mateos en 1986, en él, se aprecia mayor comercialidad y la pérdida del espíritu amateur, sin duda:
Editorial: Literatura Random House, Edición 2019