Interrogantes debidos a los silencios de su padre en vida:
“Por qué tanto silencio prensado en los rodillos del cilindro, aquel mismo cilindro donde una madrugada te dejaste un dedo, chaf, y la masa de pan candeal se llenó de carne y sangre, como si se hubiera metido allí, inexplicablemente, un ratolín de los que algunas veces llegaban encogidos de miedo entre las ramas de pinocha que nos traía Luis Beltrán para calentar el horno moruno”.
Viendo el autor con su padre “El viaje a ninguna parte”, película que cuenta las vicisitudes de una pequeña Compañía de Cómicos malviviendo en la época de posguerra española; evocan ambos vivencias similares en aquella misma época de penuria por la que transita la película:
“Recuerdo el día en que vimos juntos en la televisión “El viaje a ninguna parte”. Así íbamos nosotros por todos los pueblos de la Serranía, dijiste. A veces me pregunto, aún hoy después de tantos años, de dónde sacabais los decorados, el telón para abrir y cerrar las representaciones, los trajes de época para “Don Juan Tenorio”, “La vida es sueño” o “Genoveva de Brabante”. Siempre he creído que mi hermano hacía de Benoni, el hijo de la sufriente Genoveva. Aún hoy lo veo en brazos de su madre en la ficción, asomados los dos al abismo negro que se abría en la boca de la cueva”.
La misma portada del libro es la figura del padre en una representación de teatro. Imagen expresionista de extraña belleza y gran expresividad, que rememora aquellas películas de cine mudo de Murnau y Fritz Lang.
En esa especie de difuminación con la que se observa el pasado, el ajetreo que los llevaba de un sitio a otro se torna medio irreal para el autor, sin recibir nunca respuestas por los motivos de los desplazamientos, en este caso de la madre:
“A veces me pregunto si fue real aquel ir y venir de un sitio a otro. Recuerdo que se lo preguntaba a mi madre. Por qué nos fuimos de Los Yesares cuando yo tenía cuatro años. Ella giraba la cabeza y yo no sabía si era para mirarme o para dejar que la memoria se le fuera con el vapor de la cazuela donde hervía el arroz con acelgas, se restregaba las manos en el delantal de flores y decía siempre estás con lo mismo y más vale que no te calientes tanto la cabeza con esas tonterías”.
El devenir de su familia en el pasado quedó unido al bando de los vencidos en la Guerra Civil en que se encuadró su padre:
“Algunas veces hablabas de Sevilla. No sé si era allí donde le escribías a mi madre cartas de amor en el reverso de las fotografías. Eras un flamante cabo del ejército. Luego supe que había dos ejércitos. Y que el tuyo había sido vencido. La victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles, escribía William Faulkner en “El ruido y la furia”. Pero demasiadas veces la victoria no es esa ilusión que todo lo convertiría en una realidad falsa. Ni un recurso fácil de la imaginación literaria”. Memoria dolorosa del escritor ante el derrumbe de su padre sin posibilidad de olvido ante la persistencia de imágenes imborrables de impotencia ante el opresor: “Un día abandonamos la ciudad y volvimos a Los Yesares, no sabíamos mi hermano y yo hasta cuándo. Estábamos en la ruina. Otra guerra perdida. ¿Llevas tú la cuenta de las guerras que hemos perdido? No me mires así. Nunca se me borrará de la memoria la noche en que unos hombres con sombrero y gabardina detuvieron el triciclo en que transportábamos las lecheras, te enseñaron unos papeles y dijeron que se las llevaban en su camioneta. No supe hasta mucho más tarde qué significaba la palabra requisadas. Yo te acompañaba en los repartos por el barrio. Toda mi vida he intentado olvidar cómo llorabas de impotencia y de vergüenza en el regreso a casa. Y nunca lo he conseguido. Nunca”. Alfons tuvo que empezar a trabajar a la edad de nueve años junto a su hermano Claudio y su padre en el horno de pan: “Te digo que nunca había olvidado los muchos años en que trabajamos juntos en el horno, que si compartí los estudios con las noches en vela fue sólo para, una vez concluidos, poder seguir en el oficio contigo y con mi hermano”. Sin apenas libros en casa, el autor se inicia en la lectura con las novelitas de autores que se escondían bajo seudónimos. Tiene un recuerdo entrañable hacia ellos: “Silver Kane, Alf Regaldie, Curtis Garland, A. Rolcest, Keith Luger, Linda Malvill, Vic Logan, Fidel Prado, ese George H. White que se llamaba en realidad Pascual Enguídanos y vivía cerca del horno que teníamos entonces en Llíria, al comienzo de la calle Mayor. Identidades falsas y hasta géneros escondidos, como esa mujer que se ponía Vic Logan en sus magníficas novelas para hacer más creíbles sus historias de tiros, pasiones amorosas y un largo catálogo de crímenes llenos de misterio”. Fueron su primera escuela lectora, gracias a estas lecturas comenzó a amar los libros: “Dicen que las primeras lecturas dejan huella en quienes luego dedicarán su vida a la literatura. Seguramente es verdad. Por eso no me reconozco en otro origen que no sea el de esas pequeñas, insignificantes novelitas que vendían en los quioscos y que los jueves llegaban en el autobús de línea para que pudiéramos cambiarlas por las de la semana anterior”. Seguirá ampliando sus lecturas en los estudios, siendo sus autores de cabecera: Kafka, Tolstoi, Dostoievski, Dylan Thomas, Marguerite Duras y especialmente Patrick Modiano que con tanto gusto recrea en su obra la memoria. Lecturas que coexistirán posteriormente con otros autores que frecuentará y con los que mantendrá una amistad, caso de Juan Gil-Albert, Genaro Talens, Rafael Chirbes, Caballero Bonald o Marta Sanz. Sin su padre y pocos días antes de la muerte de su madre, el escritor encuentra unos documentos sobre una sentencia a su padre en 1939, finalizada la Guerra Civil. Su madre no sabe nada al respecto, los hermanos de su padre, tampoco. Tras ardua indagación logra recomponer los hechos. Hechos que en el momento actual no proporcionan consuelo al autor: “Ahora ya conozco tu historia. Y qué. Qué hago con ella. Me pasé todos estos años haciéndote preguntas, y estaba seguro de que las pocas veces que contestabas te habías inventado todas las respuestas. Dejo aquí la escritura, del lado de la intemperie, al abrigo sólo de los invisibles perros guardianes del pantano, de la fragilidad tantas veces intrusa de la memoria, de aquella sombra que todas las noches entraba en nuestra habitación y nos decía, mientras mi hermano se quedaba mirando los ojales de la camisa o el jersey, que ya era hora de levantarnos porque la masa estaba a punto de levadura. Todo regresa al principio porque el final y el principio se confunden en la seguridad de que ha de tener un sentido lo que nos pasa”. El silencio y el miedo, indisoluble unión en la vida de aquellos oscuros años de represión: “Borrar el daño que sufrimos antes es una estrategia para seguir viviendo sin que los monstruos conviertan el sueño en una pesadilla insoportable. Eso lo sabías y ésa fue tu vida. No hablar ni de lo que perdiste, que habría de ser finalmente casi todo. Callar como si las calles y las casas donde vivimos se hubieran convertido en una emboscada sin atajos para la huida”. La escritura en el libro avanza y retrocede en el tiempo, “a saltos” como el mismo autor corrobora tratando de aprehender un pasado inasible: “Anoche, escribo. Y me pregunto qué es anoche en medio de una escritura que anda a saltos por el tiempo y el espacio. El punto de partida hacia ninguna parte. Buscar inútilmente alguna referencia en que anclar como un barco a la deriva el relato de un tiempo cada vez más escurridizo, menos dispuesto a ser presa de ninguna estrategia literaria, siempre a cubierto de una épica que sólo podría convertirlo en un vulgar inventario de la nada”. Necesidad de contar, a pesar de la amargura que subyace en una prosa cargada de lirismo. Supone para Alfons una escritura como rescate del pasado, como medio para reconstruir en el presente su propia historia. El autor no se plantea el olvido porque necesita recordar para seguir viviendo. Como tal, el pasado no le interesa en cuanto a hechos que sucedieron, le interesa más el pasado que no termina de pasar, le interesa hoy, el pasado solo existe en el presente, cuando se está contando. Para Alfons Cervera, la memoria es presente, es hoy, todo sucede en el presente, el pasado y el futuro no existen. La memoria como necesidad de saber y conocer. Alfons en el prólogo a la novela tiene una cita del grupo de Estados Unidos de origen irlandés, The Roches, tomada de la misma canción que da título al disco y al libro, “Another World” de 1985: “Tiene que haber otro mundo. En el libro, vuelve a hacer referencia a la canción: “Otro mundo. “Another world”, aquella vieja canción de The Roches: Nadie me abrazará esta noche. Aquellos tiempos en que el único abrazo era el de la oscura presencia de la muerte. Las noches en que la masa engordaba en el tablero, como la piel mordida por las avispas en los charcos marrones del lavadero viejo, mientras mi hermano y yo nos moríamos de sueño y tú recitabas como en un susurro “La canción del pirata”. Yo le decía a Claudio que te habías vuelto loco y por eso hablabas solo”. Hace alusión también a la canción de The Rolling Stones: “Time Is On My Side”: “A lo mejor escribo porque me gustan esas sombras, para no remediarlas, para que sigan siendo ese casi clandestino territorio donde no tiene cabida la impostura. Para qué sirve lo que hacemos, te pregunto. Si quieres te lo piensas. No tengas prisa en contestar. El tiempo es tuyo, está de tu parte, como cantaban los Rolling Stones cuando yo era joven y tú aún no habías empezado a olvidarte de Paco Rabal y aquellas felices, inolvidables noches de teatro en Los Yesares”. Editorial: Piel de Zapa, Edición 2016
No hay nadie aquí para abrazarme fuerte”.