Elizabeth Bishop nació el 8 de febrero de 1911 en Worcester, Massachusetts. Desde su nacimiento, sus padres, Gertrude y William Bishop, la registraron en un “libro del bebé” que ella siempre guardaría como un tesoro. Sus padres se habían casado tres años antes y disfrutaron de su luna de miel en Jamaica y Panamá. William trabajaba como tasador para su padre, John W. Bishop, quien era contratista y había emigrado de Canadá. La familia Bishop estaba establecida en Worcester, donde tenían acceso a las canteras de granito del centro y también tenían oficinas en Boston, Nueva York y Providence. Desafortunadamente, William padecía la enfermedad de Bright, una dolencia incurable de los riñones, y falleció cuando Elizabeth tenía tan solo ocho meses. Por otro lado, Gertrude Bulmer, madre de Elizabeth, creció en Nueva Escocia y se formó como enfermera.
Su madre viajará con su hija de Massachusetts a Nueva Escocia, junto a su familia. Sus abuelos maternos eran Elizabeth y William Bulmer, curtidor hasta la extinción del oficio. Vivían en el centro de Great Village (Nueva Escocia).
En ocasiones, su madre la golpeaba y desaparecía durante semanas, y si estaba presente, parecía ausente. Cuando Elizabeth tenía tres años, visitaron a unos parientes en Salem y se desató un gran incendio, una tragedia muy recordada que dejó a 18.000 personas sin hogar. Ella recuerda agarrar los barrotes calientes, sentir mucha sed, llamar a su madre una y otra vez sin obtener respuesta. Ese mismo año, en 1914, su madre fue ingresada en el Hospital Deaconess de Boston debido a una enfermedad mental. Milagrosamente, saltó por la ventana del segundo piso y sobrevivió. Fue trasladada a un sanatorio privado en Norwood, donde permaneció tres meses.
A Elizabeth la cuidaron su abuela y sus otras tías más que su madre, ya que también se ocupaban de ella. Disfrutaba de la vida en la granja y del ambiente bucólico que ofrecía, con las vacas, el río y el campo. Sin embargo, los gritos terribles de su madre rompían esa armonía. Después de un incidente violento, su madre fue llevada a un psiquiátrico en Dartmouth y Elizabeth nunca más la volvió a ver. Cada semana llevaba un paquete con comida y libros que su abuela enviaba al sanatorio. Tras el incidente, Elizabeth fue reclamada por sus abuelos paternos de Worcester. Allí sufriría de asma y eccema. Tenía una amiga llamada Evelyn, a quien le decía que su madre estaba muerta, al igual que su padre. Aunque temía a su abuelo, a veces era generoso. Recibió clases de piano de la señora Darling y vivía con su tío Jack y su tía Florence, a quienes consideraba malo y tonta respectivamente. Experimentaba una sensación de orfandad y añoraba Nueva Escocia durante la Primera Guerra Mundial. Su abuela le exigía tejer prendas para la guerra, algo que ella odiaba.
La hermana de su madre, Maud, se había casado con George Shepherdson, director de la escuela de Great Village. Vinieron a Boston, instalándose en el barrio obrero de Revere. El abuelo Bishop les ayudó a financiar el piso. George encontró trabajo de contable para General Electric. Elizabeth había enfermado gravemente de asma y la llevaron junto a sus tíos porque el aire del mar le podía sentar bien. Grace Bulmer, su otra tía, había venido a vivir con ellos y era enfermera, mejorando sus cuidados la salud de Elizabeth. Contaría treinta años después a su psiquiatra Ruth Foster que su tío George un día la manoseó al lavarla y otro la medio colgó del balcón: lo recordaba sádico. Mejoró lentamente y faltó a clase en muchas ocasiones, teniendo que repetir. Recordaba peleas de su tío George con Maud y amenazas hacia ella, y casi lo prefería, para que su tío se olvidara de su tía y no la maltratara, además ella sentía que las merecía porque era la niña no deseada. Recordaba leer con ahínco los libros de sus tías, Longfellow, Tennyson, Robert y Elizabeth Barrett Browning. Las tías tocaban el piano y ella siguió estudiándolo. Elizabeth afirmaba que sus tías pintaban retratos y paisajes “malos”, pero le gustaba que la llevaran a ver museos.
Comenzó a escribir poemas a los ocho años: “la forma más natural de decir lo que sentía” (Conversations with Elizabeth Bishop, George Monteiro, Univ Pr. of Mississippi, 1996). A los doce años tuvo un premio de 5 dólares sobre un ensayo sobre “americanismo”. Recordaba memorizar poemas enteros como “La primera nevada” de James Russell Lowell. Leía los cuentos de los hermanos Grimm y Andersen. Tenía problemas con las matemáticas, no así con las ciencias. Su tía Grace, regresó a Nueva Escocia para casarse. Sus abuelos fallecieron los dos en una semana, pasando el tío Jack a ser su tutor, sin embargo, continuó en Revere. El tío Jack estableció un fideicomiso de 10.000 dólares para Elizabeth, pudiendo veranear en Cape Cod, vivir en un buen internado y después ir a la universidad. Acudiría al campamento Chequesset durante cinco veranos, abriéndole la puerta a deportes, nadar, vela, explorar el bosque, siempre con cuidado por su asma, y hacer nuevas amistades. Podía hablar de poesía, una niña le regaló una antología de Harriet Monroe y Alice Corbin. En ella, descubrió a Robert Frost, Ezra Pound, W. Carlos W., Wallace Stevens y Hilda Doolitle, entre otros. Encontró una librería de segunda mano y se compró libros de George Herbert y Gerard Manley Hopkins, ambos sacerdotes (anglicano y jesuita). Se convirtieron en sus favoritos. Componía canciones y en el diario de campamento anotaba en verso. A los catorce años se enamoró de su monitora de natación, a la que llamaban Mike. Durante dos veranos flirtearían. Debido a la influencia nefasta de su tío George, vivió con alivio el internado con quince años. La escuela Walnut Hill era un bachillerato de chicas en las afueras de Natick (Massachusetts), de septiembre a junio. Estaría allí hasta graduarse a los diecinueve. Sería redactora jefe de una revista literaria, “Blue Pencil”. Le gustaba otra compañera, Judy Flynn. Se hizo buena amiga de Frani Blough. Sus tíos se mudaron a Saugus y Elizabeth detestaría la casa y el ambiente. Para no tener que vivir junto a ellos, trataba de conseguir que sus amigas la invitasen en las vacaciones y cuando no lo conseguía, alquilaba habitaciones baratas en Boston o en casas de playa.
Tras el instituto comenzó en la Universidad de Vassar, en Poughkeepsie, en el estado de Nueva York. Simpatizaba con las ideas socialistas. Se unió al equipo de izquierdas del semanario de Vassar, “Miscellany News”. Elizabeth y algunas compañeras fueron rechazadas por la revista oficial de la universidad, “Vassar Review” y junto a ellas fundó “Con Spirito”, cuyo primer número lo lanzaron en febrero de 1933. Tras tres números publicados, Elizabeth sería aceptada en “Vassar Review”. Un artículo y un poema que publicó en “Con Spirito”, los vendió a “The Magazine”, embolsándose 26 dólares. En su tercer año, recibieron la visita de T. S. Eliot, quien ofreció una conferencia. Elizabeth le haría algunas preguntas. Un año después, en 1934, se encontró con Marianne Moore en la Biblioteca Pública de Nueva York. Era poco conocida todavía y su primer libro, “Observations”, aún no lo tenían en la biblioteca. El encuentro resultó muy positivo, viendo Moore (tenía cuarenta y seis años) las facultades de la joven. Elizabeth vivía con Margaret Miller, una compañera por la que sentía atracción, aunque ella no lo supiera.
Poco antes de graduarse, en mayo de 1934 falleció su madre en el sanatorio. Escribió a una compañera diciendo que era lo mejor que le podía haber pasado, pero pasaría una temporada con desasosiego y acusando esa situación de orfandad. Tras la graduación, Margaret Miller, su compañera, se iría a vivir con su madre.
Salió con un chico, Bob Seaver, quien estudiaba un master de Empresariales. En su último año en la universidad, pasaría junto a Bob una semana de Navidad en Nantucket. Al graduarse, en julio invitó a Bob unos días a una cabaña que alquiló en la isla de Cuttyhunk. Sería las últimas vacaciones que pasó junto a él, porque descubrió que disfrutaba más de la isla estando sola. Tiempo después, Bob le pidió matrimonio a Elizabeth, pero lo rechazó, entendiendo Bob que ella prefería la relación con Margaret u otras chicas. A Elizabeth no le disgustaba Bob, pero las insistencias de él le parecían molestas. Un año después, Bob se pegaría un tiro, enviándole una postal a Elizabeth al Hotel Chelsea, con una nota que decía: “Elizabeth, vete al infierno” (“Remembering Elizabeth Bishop: An Oral Biography”, Gary Fountain and Peter Brazeau, Amherst: University of Massachusetts Press, 1994). El desagradable suceso conmocionó a Elizabeth, no llegando a entender la fatal decisión de su amigo.
Mary McCarthy, se graduó un año antes en Vassar y se había casado con Harold Jonsrud, un dramaturgo. Le consiguió un apartamento de dos habitaciones en el Greenwich Village. Elizabeth confiaba en sus fondos y la parte de la herencia de su madre, para el alquiler y sus gastos de manutención. La ciudad de Nueva York se iba recuperando de la “Depresión” y a Elizabeth le gustaba pasear por sus calles. Acudió a la New School a clases de música antigua para teclado en el invierno de 1934-35, y a clases de francés. Aprovechó para sacar libros de la biblioteca pública.
Marianne Moore, al igual que Elizabeth, nunca conoció a su padre, ya que fue internado en un sanatorio mental poco después de que ella naciera. Vivía con su madre, profesora de lengua jubilada, en Brooklyn. Elizabeth comenzaría a visitarlas. Acababa de publicarse el libro de Moore, “Selected Poems” (1935), con introducción de T. S. Eliot y retrato promocional de George Platt Lynes.
En el futuro, Elizabeth enviará sus borradores a Moore para que los revise y le aporte sugerencias. Aunque Elizabeth no imitará a nadie, sí ampliará su abanico de temas con objetos y animales, gracias a Moore. Asimismo, se verá influida por ella en cuanto a la exactitud de los detalles y la precisión por el lenguaje. Elizabeth se convertirá en una perfeccionista y no dará un poema por terminado hasta someterlo a un juicio profundo y severo.
En la Navidad de 1934, estuvo dos semanas enferma con gripe y asma. Tan sólo salió a cenar el día de Navidad con Margaret Miller y su madre. La tarde de Nochevieja estuvo mirando un mapa del Atlántico Norte, estudiando la costa oriental de Canadá, Terranova y El Labrador. Había paseado un verano por allí. Escribió el poema “El mapa” (The map). En el poema, Bishop medita sobre la naturaleza de los mapas, los considera cómo una obra de arte con sus bellos colores, que aunque no se correspondan con la realidad, sí nos proporcionan la posibilidad de evocar tierras, mares lejanos y personas, junto a la perspectiva de explorarlos, del mismo modo, nuestra vida supone una indagación.
El mapa (The map)
La tierra yace en el agua: es de un verde cubierto de sombra.
Sombras: o bajíos mostrando en sus orillas
la línea entre el mar y las plataformas de algas
donde las hierbas cuelgan desde el verde sobre el simple azul.
¿O es la tierra que se asoma para levantar el mar desde abajo,
atrayéndolo imperturbable a su alrededor?
A lo largo del fino, ocre banco arenoso,
¿está desde abajo la tierra tirando del mar?
La sombra de Terranova es lisa y tranquila.
La de Labrador es amarilla donde el lunático Esquimal la ha engrasado.
Podemos acariciar estas hermosas bahías bajo un cristal
como si estuviesen esperando florecer
o proporcionar una limpia caja al invisible pez.
Los nombres de las ciudades a orillas del mar salen hacia el mar,
los nombres de ciudades cruzan las montañas vecinas:
el impresor aquí experimenta la misma excitación
que cuando la emoción excede a su causa en demasía.
Estas penínsulas cogen el agua entre el pulgar y el índice
como las mujeres al comprobar la suavidad de las telas.
Las aguas de un mapa están más quietas que la tierra,
dejando que la tierra forme sus propias olas,
y la liebre de Noruega corre agitada hacia el sur,
los perfiles investigan el mar, dónde está la tierra.
Los colores, ¿están ya asignados o los países pueden escogerlos?
¿Escoger el que mejor conviene a su carácter o el que mejor le va a sus aguas?
La topografía no tiene favoritos: tan cerca está el Norte como el Oeste.
Más delicados que los colores de los mapas de los historiadores son los colores de los cartógrafos.
De: Norte y Sur (North & South, 1946) Traducción de D. Sam Adams y Joan Margarit, Ed. Random House, 2019
Se publicará el poema en la antología “Trial Balances” (1935). En ella, poetas consagrados presentan a jóvenes prometedores. Ejercerá de madrina Marianne Moore.
Días después de escribir “El mapa”, le sucede una anécdota que anota en su diario. Al levantarse para desayunar, sólo disponía de una corteza de pan duro. Resignada, pensó tomar un zumo de naranja y un café. Sonó el timbre en ese momento y una señora le ofreció tres rebanadas de pan diferentes, que estaban promocionando. Ese pan supuso un “maná” para ella. De ahí surgiría el borrador del poema “Un milagro para el desayuno” (A Miracle for Breakfast), que no adquiriría su forma definitiva hasta dos veranos después. La composición es una sextina, es decir, seis estrofas de seis versos y una estrofa final de tres versos. Se puede apreciar cierto contenido social en el poema. Bishop parece querernos dar a entender que la persona que es rica, que puede tener todo a su alcance, es menos agradecida que aquella que no tiene nada pero sí vive con la esperanza de un pequeño milagro.
Un milagro para el desayuno (A Miracle for Breakfast)
A las seis estábamos esperando el café,
esperando el café y los caritativos mendrugos
que se servirían desde un cierto balcón,
como los reyes antiguos, o como un milagro.
Todavía estaba oscuro. Un pie del sol
se afirmaba en un largo rizo del río.
Precisamente el primer ferry acababa de cruzar el río.
Hacía tanto frío que esperábamos que el café
estuviera muy caliente, al ver que el sol
no iba a calentarnos, y que los mendrugos
fueran por milagro una barra de pan con mantequilla.
A las siete un hombre salió al balcón.
Permaneció un minuto allí solo, en el balcón
mirando por sobre nuestras cabezas hacia el río.
Un sirviente le entregaba todo lo necesario para hacer el milagro,
que consistía en una sola taza de café
y en un panecillo que se puso a desmenuzar.
Su cabeza, por así decirlo, en las nubes con el sol.
¿Estaba loco el hombre? ¡Qué intentaba hacer
bajo el sol, allá arriba en su balcón!
Cada uno recibió un mendrugo
bastante duro, que algunos arrojaron con desdén al río,
y una gota de café dentro de una taza.
Algunos de nosotros rondábamos, esperando el milagro.
Puedo contar qué es lo que vi de cerca: no era ningún milagro.
En el sol había una hermosa villa
y de sus puertas venía el olor a café caliente.
Enfrente, un balcón blanco y barroco de yeso,
con pájaros que anidaban a lo largo del río
—yo los vi al acercar un ojo a la migaja—
y galerías y habitaciones de mármol. Mi migaja,
mi mansión, hechas para mí por un milagro,
a través de los tiempos por los insectos y los pájaros,
y el río trabajando la piedra. Cada día me siento al sol
en mi balcón a la hora del desayuno,
con los pies hacia arriba, y bebo galones de café.
Lamíamos el mendrugo y nos tragábamos el café.
Una ventana acogía el sol a través del río,
como si el milagro se realizase en el balcón equivocado.
De: Norte y Sur (North & South, 1946) Traducción de D. Sam Adams y Joan Margarit, Ed. Random House, 2019
Bishop emprendió un viaje hacia Europa en el mes de julio de 1935. En el viaje en barco, sintió nostalgia, tal como anotó en su cuaderno de viaje: “Es como si una se alejara de todo el mundo y de los intereses del mundo en una especie de nube gris de melancolía […] Realmente no tenía ningún derecho a añorar mi hogar”. (“Elizabeth Bishop Life and the Memory of It”, Brett C. Millier, University of California Press, 1993). Esa sensación de desarraigo, acompañará a Elizabeth toda su vida y se verá, de alguna manera, reflejada en su poesía. Sus padres habían fallecido, al igual que sus abuelos y su tío Jack (al que temía), el año anterior. La excepción podía ser su tía Maud, pero viviendo con un marido maltratador, y su tía Grace, pero no la había vuelto a ver. Viajó por Amberes y Bruselas. En un pueblo costero de la Bretaña francesa, Douarnenez, se alojó en un hotel durante más de un mes leyendo y escribiendo. El pueblo le recordaba a Nueva Escocia, el hogar de su infancia, donde fue feliz junto a sus abuelos. Se interesó por los surrealistas, leyó y tradujo a Rimbaud.
Posteriormente, Louise Crane se reuniría con ella y se dirigirían a París, para hospedarse en un lujoso apartamento que la madre de Louise les había alquilado. Con Louise mantendría un romance. Se compró un pequeño clavicordio y asistió a varias clases. Compró también una máquina de escribir para enviar los borradores terminados a Marianne Moore, que ejercía de agente. Moore le envió los elogios de Williams Carlos Williams y le comunicó el interés de Harper & Brothers por publicarle un libro. En París visitó exposiciones de Max Ernst y Giacometti. Se interesó por André Breton. Leyó también “Óptica”, de Isaac Newton.
El verano de 1936, a su regreso de París, veraneó en Cape Cod. Ante la escasez de creación poética, seriamente se planteó su futuro. No sabía si estudiar medicina o seguir con la poesía. Le planteó las dudas a Marianne Moore y esta le hizo ver su prometedor futuro como poeta. La opinión de Moore le infundió ánimos y poco después terminó y le envió a Moore “Un milagro para el desayuno”. Moore le confirmó la calidad del poema. El año siguiente aparecería en “Poetry”. Tres meses después de enviarle el poema a Moore, recibió la carta de suicidio de su pretendiente Bob Seaver, que ya anuncié antes. Ante ese hecho doloroso, Louise Crane se la llevó a pasar el invierno a un complejo turístico en Florida.
A finales de la primavera de 1937, volvieron a viajar a Europa. Elizabeth le pidió a Margaret Miller que se uniera a ellas, pero tenía reticencias por la manera temeraria de conducir Louise. Al final, viajó con ellas. Los temores de Margaret se volvieron realidad y en la campiña francesa al cruzarse con otro coche se salieron de la carretera. Elizabeth y Louise salieron ilesas, sin embargo, a Margaret le quedó seccionado el brazo derecho a la altura del codo. Su amistad con Elizabeth y Louise se enfrió. No volvería a pintar. La indemnización del seguro ayudó a Miller a seguir adelante. Se cree que los Crane le consiguieron un trabajo de editora en el departamento de publicaciones del Museo de Arte Moderno.
Louise y Elizabeth quedaron muy afectadas por el accidente. Más adelante, para aliviar sus culpas, viajaron por Italia. Regresaron a Florida en invierno de 1938. Compraron una casa sencilla abuhardillada de dos plantas en Cayo Hueso, en el 624 de la calle White. Disponían de bellos jardines en la parte anterior y posterior. Elizabeth se acomodó, mientras que Louise solía viajar con frecuencia a Nueva York y venir con amigos nuevos, lo que provocaba que Elizabeth alquilará apartamentos para poder escribir.
Como su madre, Louise siguió sus pasos de mecenas y dirigió un programa de música en el Museo de Arte Moderno. Programaba conciertos de jazz y música latina. Algunos de los músicos serían sus amantes, como más tarde se enteraría Bishop. Elizabeth, con el relato “En la cárcel” ganó un premio y fue publicado en “Partisan Review”.
El verano de 1939 Elizabeth trató de vivir con Louise en Manhattan. La ciudad le abrumaba, pero lo peor llegó al encontrarse a Louise haciendo el amor con una mujer. ELizabeth afirmó en alguna ocasión que se trataba de Billie Holiday. Se separarían en 1940. Louise le cedió la casa de Cayo Hueso para que la alquilara o vendiera.
Elizabeth llevaba con el borrador del poema “El pez” (The fish), desde el invierno de 1939. Lo terminó al romper con Louise. Marianne Moore tenía un poema con el mismo título y Elizabeth parecía reivindicar su propia voz, respetando a su maestra. Se apartaba del surrealismo que anidaba en el poema de Moore. Su abuelo en Nueva Escocia solía llevarla de pesca. Es por ello, que en una escena de pesca, el hablante pesca un pez grande. Observa que tiene otros cinco anzuelos clavados con trozos de sedal. Es un superviviente, ha escapado de la muerte en cinco ocasiones. El hablante tiene una sensación de victoria por su trofeo. En un momento dado, en el interior de la barca, se refracta la luz en el aceite mostrando un arco iris reflejándose en todo, y haciendo que se produzca una interconexión entre el humano, la naturaleza y el pez, decidiendo liberarlo. Del mismo modo, Bishop en su vida real, es de alguna manera, como el pez, una superviviente que desea liberarse de cualquier tipo de atadura. La poeta reflexiona sobre la vida y la muerte, la belleza natural y la condición humana, a través de la metáfora y el simbolismo. El poema sería publicado en Partisan Review. Recita el poema Elizabeth Bishop.
The fish /// I caught a tremendous fish / and held him beside the boat / half out of water, with my hook / fast in a corner of his mouth. / He didn’t fight. / He hadn’t fought at all. / He hung a grunting weight, / battered and venerable / and homely. Here and there / his brown skin hung in strips / like ancient wallpaper, / and its pattern of darker Brown / was like wallpaper: / shapes like full-blown roses / stained and lost through age. / He was speckled with barnacles, / fine rosettes of lime, / and infested / with tiny white sea-lice, / and underneath two or three / rags of green weed hung down. / While his gills were breathing in / the terrible oxygen / –the frightening gills, / fresh and crisp with blood, / that can cut so badly– / I thought of the coarse white flesh / packed in like feathers, / the big bones and the little bones, / the dramatic reds and blacks / of his shiny entrails, / and the pink swim-bladder/ like a big peony. / I looked into his eyes / which were far larger than mine / but shallower, and yellowed, / the irises backed and packed / with tarnished tinfoil / seen through the lenses / of old scratched isinglass. / They shifted a little, but not / to return my stare. / –It was more like the tipping / of an object toward the light. / I admired his sullen face, / the mechanism of his jaw, / and then I saw / that from his lower lip / –if you could call it a lip / grim, wet, and weaponlike, / hung five old pieces of fish-line, / or four and a wire leader / with the swivel still attached, / with all their five big hooks / grown firmly in his mouth. / A green line, frayed at the end / where he broke it, two heavier lines, / and a fine black thread / still crimped from the strain and snap / when it broke and he got away. / Like medals with their ribbons / frayed and wavering, / a five-haired beard of wisdom / trailing from his aching jaw. / I stared and stared / and victory filled up / the little rented boat, / from the pool of bilge / where oil had spread a rainbow / around the rusted engine / to the bailer rusted Orange, / the sun-cracked thwarts, / the oarlocks on their strings, / the gunnels–until everything / was rainbow, rainbow, rainbow! / And I let the fish go.
El pez (The fish)
Atrapé un enorme pez,
y lo sostuve en el costado de la barca,
la mitad fuera del agua, con mi anzuelo
enganchado en la comisura de su boca.
No luchó.
No lo habría hecho de cualquier modo.
Todo él era un peso resoplando,
abatido y honorable
y prosaico. Su parda piel
colgaba en tiras por todas partes
como un empapelado antiguo,
y su diseño en marrón más oscuro
parecía un empapelado:
formas de rosas plenamente florecidas
manchadas y perdidas en el tiempo.
Estaba salpicado de percebes,
finas rosetas encaladas,
e infestado
de pequeños blancos piojos de mar,
y debajo, colgándole, dos o tres
tiras de alga verde.
Al inhalar sus branquias
el terrible oxígeno
—las aterradoras branquias,
frescas y crispadas de sangre,
capaces de cortar tan gravemente—
pensé en la blanca carne áspera
compactada como plumas,
las espinas grandes y las pequeñas,
los dramáticos rojos y negros
de sus brillantes vísceras
y la rosada vejiga natatoria
como una enorme peonía.
Lo miré a los ojos
bastante más grandes que los míos,
pero menos profundos y amarillentos,
los iris forrados y embutidos
en papel de estaño deslustrado
vistos a través de las lentes
de la vieja rayada gelatina.
Se movieron un poco, pero no
me devolvieron la mirada:
era más bien como una inclinación
de un objeto hacia la luz.
Admiré su rostro taciturno,
el mecanismo de su quijada,
y entonces vi
que de su labio inferior
—si pudiera llamarse labio—
triste, mojado, como un arma,
colgaban cinco trozos viejos de sedal,
o cuatro y un alambre
con el emerillón aún amarrado,
los cinco anzuelos grandes
bien afianzados a la boca.
Un sedal verde, raído en el extremo
donde lo había roto, dos sedales más pesados,
y un fino hilo negro
aún crispado por la tensión
cuando se rompió y escapó.
Como medallas con cintas
deshilachadas y vacilantes,
una barba de cinco pelos de sabiduría
colgando de su quijada dolorida.
Lo miré y lo miré
y la victoria colmó
la pequeña barca de alquiler,
desde un charco de sentina
donde el aceite formaba un arcoíris
alrededor del motor herrumbroso
hasta el oxidado naranja del balde,
las bancadas agrietadas por el sol,
los escálamos en sus toletes,
las regalas... ¡hasta que todo
fue arcoíris, arcoíris, arcoíris!
Y dejé escapar al pez.
De: Norte y Sur (North & South, 1946) Traducción de Jeannette L. Clariond, Vaso Roto Ediciones, Seg. Edic., 2022
Con el mundo en peligro debido a la Segunda Guerra Mundial, Elizabeth escribió un poema antibelicista llamado “Gallos”. Envió el borrador a Marianne Moore, pero al recibirlo de vuelta, Elizabeth se sorprendió al ver que Moore había realizado numerosos cambios y sugerencias. Descontenta con esto, le envió una carta de protesta y decidió no enviarle más borradores. A pesar de esto, su amistad continuó y siguieron manteniendo correspondencia, pero la relación de tutora y alumna llegó a su fin. Además, la publicación de poemas también se vio truncada, ya que pasarían cuatro años desde su aparición en New Republic en 1941 hasta publicar nuevamente. Es un poema extenso. Dejo sus cuatro primeras estrofas: “A las cuatro en punto / bajo la oscuridad azul plomiza / escuchamos el primer canto del primer gallo // justo debajo / de la ventana azul plomiza / e inmediatamente después se oye un eco // en la distancia, / después otro desde la valla del patio trasero, / después otro, con horrible insistencia, // chirría como un fósforo mojado / desde el huerto de brócoli, / estalla, y se propaga por todo el pueblo”. (Traducción de Jeannette L. Clariond, Op. cit.).
En el verano de 1941, conoció en un bar de Cayo Hueso a Marjorie Stevens, quien se había mudado de Boston debido a la tuberculosis. Ambas se conocieron bebiendo e iniciarían un romance. Elizabeth recuerda que la noche que salieron del bar, camino de su casa, ella no se tenía en la bicicleta debido a la borrachera, cayendo a una pequeña cuneta y apenas pudiéndose levantar. Marjorie, un poco menos perjudicada, le ayudó y acompañó. Días después, Elizabeth alquiló su casa para obtener ingresos y se fue a vivir al apartamento de Marjorie. Años más tarde, al pedir ayuda a la psicoanalista le reveló: “Apenas empieza a clarear es más o menos el momento en que suelo empezar a beber, o a escribir un poema, o a pensar en escribir… cuando más me gustaba hacer el amor”. (Elizabeth a la doctora Ruth Foster, febrero de 1947. Reflejado en “Elizabeth Bishop. Un milagro para el desayuno”, Megan Marshall, traducción de Laura de la Parra, Vaso Roto, 2024).
Marjorie regentaba una tienda de telas junto a la segunda exmujer de Hemingway, Pauline Pfeiffer. La idílica relación en la isla termino abruptamente cuando tras el ataque a Pearl Harbour, Estados Unidos entró en guerra en diciembre de 1941 y llegaron quince mil militares con sus familias. Construyeron una estación aeronaval y una base de submarinos. Cerraron la tienda de telas y Elizabeth ante la dificultad de escribir por la situación, se llevó a Marjorie a México. Estuvieron seis meses, primero en Yucatán. Coincidieron casualmente con Pablo Neruda y su segunda esposa en Cuernavaca. Viajaron por Ciudad de México, Puebla y Oaxaca. En México tampoco escribió mejor y regresaron a Estados Unidos en octubre de 1942, pero ella se fue sola a Nueva York, alojándose en el Hotel Murray Hill. Reavivó su relación de amistad con Marianne Moore y con la artista Loren MacIver, la esposa del poeta Lloyd Frankenberg, quien tres años antes había pasado unas vacaciones con ella en Cayo Hueso.
A los dos meses volvió a Cayo Hueso para reencontrarse con Marjorie y buscar trabajo. Consiguió uno como becaria en el taller de óptica de la marina, pero a los cinco días tuvo que dejarlo por la reacción a un producto. Marjorie estaba molesta porque no empleaba el tiempo en escribir y cuando regresaba del trabajo la solía encontrar ebria. La situación se hizo insostenible y en el otoño de 1944, Elizabeth se mudó a la calle King en Greenwich Village, con la ayuda de Loren MacIver. Unos meses más tarde, ya en 1945, volvió a Cayo Hueso.
Un editor de Houghton Mifflin invitó a Elizabeth a participar en su primer concurso anual de poesía. Envió un manuscrito con poemas nuevos con el nombre de “Norte y Sur” (por sugerencia de Marianne Moore). Le contestaron que su manuscrito había sido seleccionado. En junio de 1945 le llegó un cheque de mil dólares. El problema era preparar nuevos poemas para completar el libro que le iban a editar. Entre los poemas nuevos, “Vadeando en Wellfleet” y “Chemin de Fer”, son recuerdos de sus veranos de la infancia en el campamento Chequesset.
Chemin de Fer
Sola en la vía del tren,
caminaba con el corazón palpitándome.
Las traviesas estaban demasiado juntas
o tal vez demasiado separadas.
El paisaje empobrecido:
pinos de Virginia y robles;
más allá del entreverado follaje verde-gris
vi el pequeño estanque caer
donde habita el andrajoso eremita,
yacer como una vieja lágrima
aferrada sabiamente
a sus heridas año tras año.
El eremita disparó su fusil
y tembló el árbol junto a su cabaña.
Sobre el estanque se dibujó una onda.
La gallina hizo clo, clo.
"¡Hay que poner el amor en marcha!"
gritó el viejo eremita.
A través del estanque un eco
trataba una y otra vez de confirmarlo.
De: Norte y Sur (North & South, 1946) Traducción de Jeannette L. Clariond, Vaso Roto Ediciones, Seg. Edic., 2022
Otros nuevos poemas tratan sobre el amor y desamor con Marjorie. “Anáfora” (Anaphora) será el último poema que componga el libro. Dedicado a Marjorie, se desarrolla en la ciudad mexicana de Puebla, que ambas visitaron en 1942. Bishop explora la capacidad del lenguaje, y como su nombre indica, emplea la figura retórica de la anáfora. En algunos versos repite las mismas palabras para crear un efecto musical y enfatizar el discurso. Utiliza la metáfora y el simbolismo para dotar de mayor profundidad al poema. Hay una sensación de asombro e incertidumbre del hablante por la naturaleza en un contraste con la realidad dura del mendigo. Parece querer decirnos que si bien es posible que no entendamos todo, aún podemos encontrar significado y conexión en el mundo que nos rodea. Elizabeth Bishop recita el poema.
Anaphora /// In memory of Marjorie Carr Stevens // Each day with so much ceremony / begins, with birds, with bells, / with whistles from a factory; / such white-gold skies our eyes / first open on, such brilliant walls / that for a moment we wonder / “Where is the music coming from, the energy? / The day was meant for what ineffable creature / we must have missed?” Oh promptly he / appears and takes his earthly nature / instantly, instantly falls / victim of long intrigue, / assuming memory and mortal / mortal fatigue. // More slowly falling into sight / and showering into stippled faces, / darkening, condensing all his light; / in spite of all the dreaming / squandered upon him with that look, / suffers our uses and abuses, / sinks through the drift of bodies, / sinks through the drift of classes / to evening to the beggar in the park / who, weary, without lamp or book / prepares stupendous studies: / the fiery event / of every day in endless / endless assent.
Anáfora (Anaphora)
En memoria de Marjorie Carr Stevens
Con mucha ceremonia,
cada día comienza con pájaros, campanas,
con las sirenas de una fábrica:
son tan blancos de oro los cielos y nuestros ojos
ven, al abrirse, tan brillantes los muros,
que, por un momento, nos preguntamos:
¿Desde dónde vienen la música, la energía?
¿A qué inefable criatura, que debemos haber perdido,
estaba destinado el día? Oh, enseguida
surge y adquiere su carácter terrenal
en un instante, en un instante cae
víctima de una larga intriga,
asumiendo la memoria y la mortal,
mortal fatiga.
Más lento surge a la vista
rociando las salpicadas caras,
oscureciéndose, condensando toda su luz:
a pesar de todos los sueños que malgastamos en él, con esta mirada,
sufre nuestros usos y abusos,
se hunde en la corriente de los cuerpos,
se hunde en la corriente de las clases
cuando anochece para el mendigo que, en el parque,
fatigado, sin lámpara ni libro,
prepara magníficos estudios:
el acontecimiento apasionante
de cada día en un interminable
interminable asentimiento.
De: Norte y Sur (North & South, 1946) Traducción de D. Sam Adams y Joan Margarit, Ed. Random House, 2019
En diciembre de 1945, Elizabeth regresó a Nueva York. En la primavera de 1946 comenzó a asistir a psicoanálisis con la doctora Ruth Foster. Ruth procedía de Nueva Inglaterra y era veinte años mayor que Elizabeth. Se había alejado de su familia de Boston para mantener su independencia, hecho que conectaba con Elizabeth. Se había especializado en Neurología en la facultad de medicina de la Universidad de Maryland, graduándose en 1931. Tras pasar por varias clínicas, fundó su consulta privada en 1937. Le gustaba tratar a pacientes en los márgenes, personas creativas y niños de Harlem. Elizabeth congenió al instante. Le maravilló un artículo que Ruth le dijo que estaba escribiendo sobre el color de los sueños. Elizabeth comenzó a escribir un poema, “Querida doctora Foster”: “Sí, los sueños son de colores / y los recuerdos son de colores / pero los de los sueños son más extraordinarios”. (“Elizabeth Bishop. Un milagro para el desayuno”, Op. cit.). La correspondencia que mantuvo Elizabeth con Ruth estaba poblada de sueños.
Tras haber pasado cinco días en estado de ebriedad, Elizabeth llamó a Ruth a altas horas de la madrugada con total inconexión en las palabras. Al día siguiente se disculpó. Reveló a Foster su preocupación por convertirse en una alcohólica. Ruth le pidió un informe de toda su vida sexual. Sus sesiones con Ruth Foster le habían armado de valor para indagar en todo lo concerniente a su madre y en agosto de 1946, viajó a Nueva Escocia. No reveló a Ruth lo que había averiguado en torno a su madre. Parece que no mucho más de lo que ya sabía sobre sus trastornos, acrecentados eso sí, a raíz de la muerte de su marido. Allí intento escribir el poema a la doctora Foster, citado anteriormente, dejándolo inconcluso. En cambio, comenzó el borrador del poema “La aldea de los pescadores” (At the fishouses), que tardaría tiempo en finalizar, y se convertiría en uno de sus poemas más reconocidos, englobado en su siguiente libro. Comenzó a escribirlo en Lockeport, en un entorno de pescadores que bien podría ser el que nos muestra la foto inferior de Peggys Cove en Nueva Escocia.
Vuelve al tema del mar, de la pesca, como lo hizo en “The fish”, pero esta vez se centra en el mundo de los pescadores, ya sea llevando el pescado al mercado o reparando sus redes y aparejos. Hay una búsqueda de comprensión a través de los sentidos. Vuelve a tocar el tema de la conexión entre el hombre y el mundo natural. La interacción con la foca proporciona un vínculo familiar, con cierto sentido religioso en el himno bautista. Se establece una comparación entre el mar y el conocimiento, claro u oscuro como el agua del mar. El mundo que nos rodea cambia constantemente, al igual que nuestro conocimiento del mundo a través de los sentidos, la contemplación y la imaginación. Otros posibles temas son el aislamiento en el que se encuentra el hablante, es decir, Bishop, el exilio —Elizabeth no dispone del hogar de su madre ni sus abuelos, tan sólo habla con un viejo pescador amigo de su abuelo—, la fugacidad y la muerte de lo que le rodea y de sí misma.
El poema pensaba dedicárselo a Ruth. Le explicó que el episodio de la foca le remitió a ella, porque al igual que la foca le devolvía la mirada y la observaba pacientemente, ella hacía lo mismo en sus charlas de desahogo en el psicoanálisis. Elizabeth le explicó que se encontró realmente liberada y había entendido que todas sus sesiones psicoanalíticas y cartas servían de algo. Elizabeth quería a Ruth. Le regaló el poema y le indicó que había algunas claves que ella entendería, dentro del poema. Elizabeth Bishop recita el poema.
La aldea de los pescadores (At the fishouses)
A pesar del frío atardecer,
allá abajo, en una de las casas
un viejo remienda su red
en la casi invisible caída de la noche;
brilla el oscuro marrón-púrpura
de su gastada y pulida lanzadera.
Es tan fuerte el olor a bacalao
que lagrimean los ojos y humedece la nariz.
Las cinco casas visten pronunciados tejados
y las angostas pasarelas remachadas
conducen hacia los desvanes en los gabletes
para el ir y venir de las carretillas.
Todo es plata: la pesada superficie del mar,
que lenta asciende como si temiera derramarse,
es opaca, pero lo plateado de los bancos,
las nasas langosteras y los mástiles, esparcidos
entre las dentadas rocas agrestes,
revelan la misma aparente translucidez
que los vetustos, diminutos edificios de musgo esmeralda
creciendo en las paredes que dan a la costa.
Las cubas de pescado están totalmente cubiertas
con capas de hermosas escamas de arenque
y las carretillas están igualmente enlucidas
con una lechosa, iridiscente cota de malla
plagada de pequeñitas e iridiscentes moscas cintilando.
Ladera arriba, tras las casas,
plantado en el rocío disperso de la hierba,
hay un antiguo cabestrante de madera,
rajado, con dos descoloridas manivelas
y algunas manchas de melancolía como la sangre seca,
allí, donde el herraje ya se oxidó.
El viejo, amigo de mi abuelo,
acepta un Lucky Strike.
Hablamos del descenso en la población,
del bacalao y el arenque
mientras espera que llegue la barca arenquera.
Hay residuos de cebo en su chaleco y su pulgar.
Ha escamado, lo más hermoso,
incontables peces con ese viejo cuchillo negro
cuya hoja ya está roma.
Abajo, en el borde del agua, en el sitio
donde halan las barcas hacia la rampa
que entra al mar, esbeltos plateados
troncos de árboles yacen horizontales
sobre grises piedras, y descienden
a intervalos de más de un metro.
Fría oscuridad profunda y absolutamente diáfana,
elemento intolerable a los humanos,
a los peces y a las focas... Tarde tras tarde
veía aquí a una misma foca.
Yo despertaba su curiosidad. Le interesaba la música;
y creía, como yo, en la total inmersión;
así que solía cantarle himnos baptistas.
También cantaba "Una fortaleza todopoderosa es nuestro Dios".
Erguida desde el agua me miraba
atenta, moviendo apenas su cabeza.
Desaparecía y de pronto volvía a emerger
en el mismo sitio, con cierto desgaire,
como si actuara contra su voluntad.
Fría, oscura, profunda y absolutamente diáfana,
la claridad grisácea del agua helada... Al fondo, tras nosotros,
los solemnes, altos abetos.
Azulados, reunidos en sus sombras,
miles de árboles navideños esperan
la Navidad. El agua pareciera suspendida
sobre el gris y el azul-gris de las redondeadas piedras.
He visto una y otra vez el mismo mar, el mismo
leve e indiferente mecerse sobre las piedras,
gélido y libre por encima de las piedras,
sobre las piedras y luego sobre el mundo.
Si hundieras la mano en él,
de inmediato te dolería la muñeca,
lastimaría tus huesos y ardería tu mano
como si el agua fuese una transmutación de un fuego
alimentado de piedras que arde con una oscura llama gris.
Si lo probaras, al principio te sabría amargo,
luego salobre, luego seguro quemaría tu lengua.
Es como imaginamos el conocimiento:
oscuro, salado, claro, móvil, plenamente libre,
extraído de la fría y áspera boca
del mundo, nacido de rocoso seno,
siempre fluye y se retrae; y dado que
nuestro conocimiento es histórico: transcurre y pasa.
De: Una fría primavera (A cold spring, 1955) Traducción de Jeannette L. Clariond, Vaso Roto Ediciones, Seg. Edic., 2022
Coincidiendo con su viaje, en verano se publicó su libro “Norte y sur”. Si bien la primera reseña en Atlantic Monthly, fue escueta, Poetry, Saturday Review y New York Times, lo elogiaron. La reseña de Marianne Moore en Partisan Review, fue entusiasta. Todos coincidieron en que su poema “El pez”, era el más potente del libro. Posteriormente, sería el más antologado. El New Yorker le concedió un contrato.
Randall Jarrell, quien había reseñado el libro, invitó en su apartamento a una cena a Elizabeth, en enero de 1947, y le presentó a Robert Lowell, quien sería el flamante Pulitzer ese mismo año. En el verano, Lowell reseñó “Norte y sur” en Sewanee Review y calificó los poemas “Gallos” y “El pez” como perfectos. Del encuentro con Lowell esa primera vez, Bishop recordaría su traje azul desaliñado y el triste estado de los zapatos, además de su conversación sobre poesía: “fue la primera vez que hablé de verdad con alguien sobre cómo se escribe poesía”. (“Elizabeth Bishop Life and the Memory of It”, Brett C. Millier, University of California Press, 1993).
Inicia en este mismo año tratamiento de la depresión, el asma y el alcoholismo, con la doctora Anny Baumann. En primavera le concedieron una beca Guggenheim, con la que podrá volver a Nueva Escocia en verano. El poema “La aldea de los pescadores” apareció en New Yorker en agosto de 1947. Recibirá una carta de felicitación de Robert Lowell. Antes, en mayo, Elizabeth le había escrito felicitándole por el Pulitzer y otros dos premios. Sería el comienzo de una relación duradera a través de las cartas. El verano de 1947 lo pasará en la isla de Cabo Bretón, en Nueva Escocia, junto a Marjorie Stevens. Desde ese pasaje idílico escribe a Lowell: “Este lugar es muy bonito, unas pocas casas y cobertizos esparcidos por los campos, bellos paisajes montañosos y el mar”. (“Palabras en el aire” Elizabeth Bishop y Robert Lowell, traducción de Juan Carlos Calvillo y Pura López, Vaso Roto, 2019)
En octubre viajó a Washington D. C. para grabar unos poemas en la Biblioteca del Congreso, de la que era consultor de poesía Robert Lowell. Robert le presentó a Williams Carlos Williams y la llevó al Hospital de St. Elizabeth para que conociera a Ezra Pound. En invierno, Elizabeth regresó a Cayo Hueso. Sus amigas pasarían a ser las hermanas Pfeiffer: Pauline, ex mujer de Hemingway y antigua socia de Marjorie en la tienda de telas, y su hermana Jinny.
De su estancia en Cabo Bretón, había comenzado los borradores de “Faustina, o las rosas de roca”, “Sueño de verano” y “Cabo Bretón” (Cape Breton), que retomará en Cayo Hueso. “Cabo Bretón” es un poema claro y descriptivo en el que la autora ensalza el mundo natural. El paisaje misterioso con la presencia de los humanos y su capacidad de alteración, se convierte en oscuro y yermo.
Cabo Bretón (Cape Breton)
Afuera, en las altas "islas de los pájaros", Ciboux y Hertford,
los alcas y los frailecillos de aspecto bobo permanecen
de espaldas a la tierra firme
en filas solemnes y desiguales a lo largo de la hierba marrón que
bordea el acantilado,
mientras unas cuantas ovejas pastan haciendo bee, bee.
(A veces, asustadas por los aviones, en estampida
se precipitan en el mar o caen sobre las rocas).
El agua sedosa teje y desteje, desaparece
bajo la bruma y corre en todas direcciones,
ascendiendo para en ocasiones ser penetrada
por el goteante cuello serpentino de un cormorán,
y en algún lugar la niebla absorbe el pulso,
veloz pero no apremiante, de una lancha motora.
Esa misma bruma cuelga en capas delgadas
entre los valles y desfiladeros de la tierra firme,
como una podrida aguanieve reducida
casi a espíritu; los fantasmas de los glaciares navegan
entre esos pliegues y pliegues de abetos: picea y alerce;
apagados, aburridos, acentuados colores de pavo real,
cada elevación se distingue de la siguiente
por su irregular, nervioso canto dentado,
parecidas, pero, sin duda, una visión estereoscópica.
La desolada carretera escala bordeando la costa.
En ella hay a veces pequeños buldóceres amarillos,
pero sin conductor, pues hoy es domingo.
Las pequeñas iglesias blancas sobre las apelmazadas colinas
semejan extraviadas puntas de flecha de cuarzo.
La carretera parece estar abandonada.
Lo que hubo de relevancia en el paisaje parece estar
abandonado,
a no ser que la carretera lo guarde en su interior, allí,
donde no podemos entrar,
allí, donde según dicen hay profundos lagos,
y veredas abandonadas y montañas de roca,
y kilómetros de bosques quemados en grises arañazos
como las admirables escrituras hechas con piedras en las piedras
—y ahora estas regiones tienen poco que decir sobre sí mismas
salvo por el canto leve de miles de gorriones flotando en ascenso,
libre y desapasionadamente, a través de la niebla, enredándose
en las mojadas, finas, rotas redes de pesca—.
Un pequeño autobús se acerca, subiendo y bajando la velocidad,
lleno, con gente hasta en el estribo.
(Durante la semana, con víveres, piezas de repuesto para
automóviles y piezas para las bombas hidráulicas,
pero hoy sólo viajan dos predicadores de más, uno lleva su levita
en una percha).
Pasa por la caseta cerrada, la escuela cerrada,
donde hoy no ondea bandera alguna
del asta áspera coronada con un blanco pomo de cerámica.
Se detiene, y un hombre que lleva un bebé desciende,
sube una escalera y atraviesa un pequeño prado escarpado,
que muestra su pobreza en una nevada de margaritas,
camino a su invisible casa junto al mar.
Los pájaros cantan, un becerro berrea, el autobús arranca.
La delgada niebla sigue el llamado
de las blancas mutaciones de su sueño;
un frío ancestral riza los oscuros riachuelos.
De: Una fría primavera (A cold spring, 1955) Traducción de Jeannette L. Clariond, Vaso Roto Ediciones, Seg. Edic., 2022
Elizabeth tenía tendencia a la bebida. En su familia se bebía. El hermano de su madre fue alcohólico de por vida y los Bishop eran grandes bebedores. En los círculos literarios siempre había cócteles y quizás para vencer su timidez bebía en exceso.
Los ataques de asma en el invierno de 1948 en Cayo Hueso reinciden, pero por fortuna logra contactar con un joven médico del ejército que también padece asma y le proporciona fármacos nuevos que alivian su dolencia. Se encuentra escribiendo el borrador de “La bahía” (The bight), que gira en torno a Cayo Hueso. Vuelve a incidir la poeta en la influencia negativa del hombre sobre la naturaleza. La belleza que supone contemplar la bahía y las aves, se ve amenazada por la presencia humana y su explotación. El final del poema parece transmitirnos la idea de que debemos continuar viviendo a pesar de los desafíos que se nos presenten.
La bahía (The bight)
En una marea baja como ésta, qué cristalina es el agua.
Blancas, desmoronadas costillas de marga asoman y brillan,
y los botes, secos, y los pilotes, secos, como fósforos.
Absorbente, más que absorbida,
el agua de la bahía no moja nada,
del color de una llama de gas lo más baja posible.
Se la puede oler transformándose en gas; si fuera Baudelaire
podría oírla tal vez transformándose en música para marimba.
La pequeña draga ocre excavando al final del muelle
ya hace sonar los secos clavecines del todo disonantes,
Los pájaros son enormes. Los pelícanos chocan
contra este peculiar gas con crueldad innecesaria,
me parece, como zapapicos,
que en pocas ocasiones encuentran algo que mostrar
y se alejan dándose codazos de alegría.
Fragatas blanquinegras planean
sobre corrientes etéreas
y abren sus colas como tijeras en las curvas
o las tensan como fúrculas, hasta temblar.
Las malolientes barcas esponjeras siguen llegando
con el gesto servil de un perro labrador,
erizadas por inútiles arpones y garfios
decorados con borlas de esponja.
Hay una valla de tela metálica a lo largo del muelle
donde, centelleando como pequeñas rejas para el arado,
las aletas azul-grisáceas de los tiburones están puestas a secar
para su venta en los restaurantes chinos.
Algunos de los pequeños botes blancos siguen apilados
unos contra otros, o de canto, maltrechos
esperan ser rescatados después de la última tormenta,
como sobres rasgados de cartas aún sin contestar.
La bahía está contaminada por viejas correspondencias.
Clac. Clac. Suena la draga
y extrae una goteante mandíbula llena de marga.
Toda la desordenada actividad continúa,
terrible pero alegre.
De: Una fría primavera (A cold spring, 1955) Traducción de Jeannette L. Clariond, Vaso Roto Ediciones, Seg. Edic., 2022
En primavera viaja a Washington y visita a Robert Lowell. Viaja también a Nueva York y en una carta le confiesa a Robert que no le agrada en absoluto el caos que existe en la ciudad. Robert y Elizabeth comen con Marianne Moore. Por carta Robert destaca la jornada que pasaron junto a Moore. Por su parte, Elizabeth cenará otro día con Moore en Brooklyn. Escribirá un poema dedicado a su amiga, “Invitación a miss Marianne Moore” (Invitation to miss Marianne Moore), en el que solicita que acuda a Brooklyn para reunirse con ella. El poema es un tributo a Marianne Moore y la amistad que mantiene con ella. Elizabeth quiere hacer coparticipe a Moore del bello día que está percibiendo junto al puente de Brooklyn, desde donde puede captar el bullicio de la gente y observar las aves y los barcos en movimiento. Recita Elizabeth Bishop.
Invitación a miss Marianne Moore (Invitation to miss Marianne Moore)
Desde Brooklyn, sobre el puente de Brooklyn, en esta hermosa
mañana,
ven, por favor, volando.
En una nube ardiente de sustancias químicas,
ven, por favor, volando,
por el súbito redoble de mil pequeños tambores azules
cayendo del cielo aborregado
sobre la resplandeciente gradería de agua del puerto,
ven, por favor, volando.
Silbatos, banderines y humo al viento. Los barcos
lanzan señales cordiales ondeando mil banderas,
ascendiendo y cayendo como aves a lo largo del puerto.
Entran en escena: dos ríos que portan con gracia
innumerables pequeñas y diáfanas medusas
sobre bases de cristal tallado arrastradas por cadenas de plata.
El vuelo es seguro; el buen tiempo garantizado.
Las olas llegan en versos esta hermosa mañana,
ven, por favor, volando.
Ven con la punta de cada uno de tus zapatos negros
arrastrando un reflejo de zafiro,
con una negra capa de mariposas y bon-mots,
y solo Dios sabe cuántos ángeles todos encima
de la ancha ala negra de tu sombrero,
ven, por favor, volando.
Portando un inaudible ábaco musical,
un delicado ceño crítico y cintas azules,
ven, por favor, volando.
Hechos y rascacielos centellean en la marea; Manhattan
está inundada de moralejas esta hermosa mañana, así que
ven, por favor, volando.
Escalando los cielos con natural heroísmo,
por encima de los accidentes, por encima de las películas malignas,
de los taxis y de las injusticias en general,
mientras resuenan las trompetas en tus bellos oídos
que simultáneamente escuchan
una leve música no inventada, apropiada para el ciervo almizclero,
ven, por favor, volando.
Ante quien los sombríos museos se comportan
como los corteses pájaros satinados,
ante quien los afables leones echados esperan
en la escalinata de la Biblioteca Pública,
deseosos de alzarse y traspasar cada puerta
hasta las salas de lectura,
ven, por favor, volando.
Podemos sentarnos y llorar; podemos ir de compras,
o jugar todo el tiempo a equivocarnos
con un valioso cúmulo de vocabularios,
o podemos lamentarnos con coraje, pero ven, ven,
por favor, volando.
Con dinastías de construcciones negativas
que se oscurecen y mueren a tu alrededor,
con la ortografía que de pronto gira y brilla
como bandadas de andarríos en el cielo,
ven, por favor, volando.
Ven como una luz blanca en el cielo aborregado,
ven como un cometa diurno
con un enorme caudal de vocablos cristalinos,
desde Brooklyn, sobre el puente de Brooklyn, esta hermosa
mañana,
ven, por favor, volando.
De: Una fría primavera (A cold spring, 1955) Traducción de Jeannette L. Clariond, Vaso Roto Ediciones, Seg. Edic., 2022
En verano viaja a Wiscasset (Maine). Se establece allí unos días. Escribe algunos cuentos y se aprovisiona de libros en la biblioteca, sobre todo, Hardy. Escribe algunos cuentos. Viaja a Stonington y le gusta el entorno, quedándose el resto del verano allí, donde recibirá la visita de Robert Lowell.
En el mes de octubre, viajó a Nueva York hospedándose en su apartamento en King Street. Participó en el festival de poesía de Bard College, en Annandale-on-Hudson. Luego se trasladó a Washington para asistir a una conferencia de T. S. Eliot, alojándose en la casa vacía de Carley Dawson, amiga de Lowell. Robert había organizado un almuerzo con Eliot y Auden, al que tenía planeado asistir Elizabeth. Sin embargo, no pudo acudir debido a una crisis alcohólica que la llevó a recluirse unos días en una casa de convalecencia. Se disculpó, por escrito, con Lowell. Finalmente, regresó a Cayo Hueso. En carta, confesó a Lowell que estaba aprendiendo alemán.
En febrero de 1949 viajó a Haití con Virginia Pfeiffer. Por recaída en la bebida se internó en el Hospital Blytherwood y en la casa de reposo en Greenwich, Connecticut. Residió posteriormente en la comunidad de artistas de Yaddo, en Saratoga Springs, Nueva York. Se estableció allí hasta fines de verano. Por mediación de Lowell, consiguió el puesto de consultora de poesía en la Biblioteca del Congreso de Washington D. C., por lo que se mudó allí en otoño. El sueldo era de 5.700 dólares cinco días a la semana. Lowell le había informado que las tareas se podían realizar en dos días y el resto del tiempo podía dedicarlo a leer y escribir, tal como había hecho él. Su trabajo en la Biblioteca incluía visitas regulares al sanatorio donde se encontraba el poeta Ezra Pound. Estas visitas en un principio le disgustaron por el pasado dudoso del escritor, al haber apoyado a Benito Mussolini en el pasado.
Megan Marshall en su libro sobre Bishop, reconoce las dificultades que atravesaron las personas homosexuales y comunistas en Estados Unidos entre los años 1945 y 1956. Los despidos fueron frecuentes. No obstante, Elizabeth no tuvo problemas en su empleo en la Biblioteca, gracias a la discreción con la que llevaba su vida privada y, además, considerando el agravante de su consumo excesivo de alcohol.
En su puesto en la Biblioteca, Elizabeth promovió conferencias y recitales como el del renombrado poeta Robert Frost. No obstante, su mayor alegría llegó cuando logró la visita y recital de Dylan Thomas en la primavera de 1950. A pesar de las aparentes diferencias entre Thomas y Bishop, ambos compartían su infancia en un pueblo. La cercanía que Thomas mostró con ella hizo que congeniaran al instante. Después de su recital, Elizabeth organizó una fiesta en su honor. En un momento dado, ambos se escaparon a un lugar apartado para beber juntos y charlar animadamente.
En octubre de 1950, Elizabeth dejó el cargo en la Biblioteca y residió en Yaddo. Se llevó su clavicordio para practicar. Su doctora Anny Baumann, seguía suministrándole medicamentos para el asma. En una visita le notificó el fallecimiento de su antigua psicoterapeuta Ruth Foster, a causa de un cáncer, con cincuenta y seis años. La pérdida de Ruth la dejó desconcertada por la ayuda y amistad que le brindó en el pasado. Elizabeth escribió a Moore sobre el dolor que experimentaba. Se emborrachó y estuvo cinco días hospitalizada.
En Yaddo trabó amistad con el pintor Kit Barker y con su esposa alemana y escritora, Ilse Barker. John Cheever residió una semana allí y Elizabeth destacó su simpatía.
En invierno de 1951, trabajó en el cuento “Nostalgia”, que gira alrededor de su madre. Dejó inacabado un poema con el mismo nombre. En el cuento relata cómo su madre aceptó un trabajo como maestra con dieciséis años, sin embargo sintió nostalgia de su familia y su padre le llevó la perra para que le hiciera compañía. Elizabeth creía que ahí pudieron comenzar los desequilibrios de su madre.
Le concedieron las becas del Bryn Mawr College y la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras. En el buen tiempo vivió en la granja de Jane Dewey, en Maryland. Más tarde, viajó a Sable Island, Nueva Escocia, lugar donde su abuelo había perecido en el mar. Gracias al dinero de las becas, se embarcó en noviembre en el carguero noruego SS Bowplate. Su primera intención era viajar a Europa y pasar allí un año. Lowell se encontraba en Italia con su nueva esposa, Elizabeth Hardwick, y había sugerido a Elizabeth que se reuniera con ellos. Elizabeth pensó hacerlo, pero debido a compromisos lo postergó. Al intentar comprar un pasaje, los precios para Europa se habían disparado y decidió cambiar de rumbo hacia Sudamérica. Hizo escala en Santos, Brasil.
Durante el viaje en barco, Elizabeth tuvo la oportunidad de conocer a la señorita Breen, una altísima mujer policía jubilada de setenta años que había sido la directora de la prisión de mujeres de Detroit durante veintiséis años. La señorita Breen le habló mucho sobre su compañera de piso, Ida, abogada. Le contó también cómo siendo policía, había resuelto un crimen. Juntas viajaron durante dos días a São Paulo y visitaron el Museo Nacional. Su primer poema escrito en Brasil, “Llegada a Santos” (Arrival at Santos), versará sobre esa llegada a Santos. En él nos describirá su desembarco, la animada actividad portuaria, su extrañeza sobre un país exótico y a la señorita Breen.
Llegada a Santos (Arrival at Santos)
He aquí una costa; he aquí un puerto;
he aquí, tras una exigua dieta de horizonte, un paisaje:
montañas de formas imprácticas y —¿quién sabe?— autocompasivas,
tristes y ásperas bajo su frívolo verdor,
con una pequeña iglesia en una de sus cimas. Y contenedores,
algunos en color rosa pálido, o azul,
y algunas altas palmeras difusas. Ay, turista,
¿es así como este país va a responderte a ti
y a tus excesivas demandas de un mundo distinto
y una vida mejor, y la entera e inmediata
comprensión de ambos, al fin,
después de dieciocho días en suspenso?
Termina tu desayuno. La gabarra ha llegado,
esa antigua y extraña embarcación que enarbola un trapo extraño.
Así que esta es la bandera. Jamás la había visto.
Jamás siquiera imagine que aquí hubiese una bandera,
pero claramente la había. Y monedas, supongo,
y papel moneda: habrá que comprobarlo.
Con precaución bajamos la empinada escalera,
yo y una compañera de viaje llamada Miss Breen,
descendimos en medio de veintiséis buques cargueros
que esperan ser abastecidos con verdes granos de café.
¡Joven, cuidado con el bichero, por favor!
¡Atención! ¡Ay, se ha enganchado en la falda de Miss Breen!
¡Allí está! Miss Breen debe andar por los setenta,
teniente de policía jubilada, de un metro ochenta de estatura,
hermosos ojos azul brillante y de apariencia dulce.
Su casa, cuando está en casa, se encuentra en Glens Falls,
Nueva York. Ya está. Todo en orden.
Los oficiales de aduanas, que seguro hablarán inglés,
nos dejarán pasar el whisky y los cigarrillos.
Los puertos son necesarios, como los sellos o el jabón,
pero rara vez les preocupa la impresión que dejan,
y, asimismo, sólo intentan, ya que no importa,
los inciertos colores del jabón o de los sellos,
consumiéndose como aquél, desprendiéndose igual que éstos
cuando franqueamos las cartas escritas durante el viaje,
sea porque el pegamento aquí es de inferior calidad
o a causa del calor. Dejamos Santos enseguida;
navegamos hacia el interior.
Enero, 1952
De: Cuestiones de viaje (Questions of travel, 1965) Traducción de Jeannette L. Clariond, Vaso Roto Ediciones, Seg. Edic., 2022
Tras despedirse de la señorita Breen, Elizabeth tomó un tren hacia Río de Janeiro para encontrarse con Pearl Kazin y sus amigas Mary Stearns Morse y Lota de Macedo Soares. Elizabeth había conocido a estas mujeres cuatro años antes en Nueva York y se había sentido atraída por Mary, una bailarina de Boston. Por su parte, Mary se había enamorado de Lota diez años atrás, cuando coincidieron en un barco que iba de Río a Nueva York. Las dos vivían en un ático en Río con vistas a la playa de Copacabana y, alternativamente, en una finca de la familia Soares en el pueblo de Petrópolis.
Lota le cede el apartamento de Río a Bishop para que pase allí su estancia, mientras ella y Mary ocupan la finca en Petrópolis. En un principio, tenía planeado quedarse un mes. Río no le gustaba y estuvo considerando viajar a Buenos Aires. Sin embargo, una visita junto a Lota por el campo cambió su opinión por completo. En otro paseo, Elizabeth tomó un fruto que le provocó una reacción alérgica y tuvo que trasladarse a una casa que Lota estaba construyendo en las montañas, cerca de Petrópolis. Esta casa llevaba el nombre de Samambaia, en honor a un helecho del mismo nombre. Durante su tiempo de recuperación, Elizabeth tuvo que permanecer en cama, mientras Lota se dedicaba a cuidarla.
Lota convenció a Elizabeth para que prolongara su estancia en Brasil y le prometió construir un estudio en Samambaia. Elizabeth se había enterado de que Mary había dejado a Lota y se estaba construyendo una casa más abajo de la montaña.
En su cumpleaños, Lota le preparó una fiesta y entre los regalos de los vecinos se encontraba un tucán, el favorito de Elizabeth, al que llamó Sam o Sammy. Más que poemas, Elizabeth se dedicaría a escribir relatos. Los fue enviando a Katharine White para que los publicara en The New Yorker. El 16 de marzo de 1952 fue el cumpleaños de Lota, que cumplía cuarenta y dos, uno más que Elizabeth. Le regaló una acuarela de una lámpara de queroseno, que era el tipo de lámpara que utilizaban para leer por la noche mientras se construía su casa. La pintura tenía una dedicatoria especial: “A Lota: Que dure más que el fuego de Aladino. Amor, y muchas felicidades”. Cabe destacar que, aunque de manera aficionada, a Elizabeth le gustaba pintar.
A finales de abril, viajaron a Nueva York, alojándose un mes en el Hotel Grosvenor. Elizabeth era consciente de que a Lota le gustaba el lujo. Recogió libros, ropa y el clavicordio para enviarlo a Brasil. Ofreció charlas en Bryn Mawr y visitaron a amigos comunes, como la pintora Loren MacIver y su marido el poeta Lloyd Frankenberg. Elizabeth le presentó a Lota a Marianne Moore. Ese año, Moore ganó el Pulitzer y esa primavera le concedieron el Premio Nacional del Libro.
En Samambaia, dedicaban más de una hora de lectura por la mañana y por la tarde, ya que a Lota también le encantaba leer. En cuanto al trabajo, mientras Elizabeth escribía, Lota supervisaba a los obreros que construían la casa. La comida era preparada por una cocinera o por la propia Elizabeth, a quien Lota llamaba cariñosamente “cocinillas”. Lo que más disfrutaba Elizabeth era tomar café brasileño, el cual consumía con frecuencia a lo largo del día.
Elizabeth comenzó a leer poesía en lengua portuguesa, a Camões, a Pessoa y la poesía de Manuel Bandeira, quien les estaba ayudando en una antología de poetas de lengua portuguesa que Lota y Elizabeth estaban preparando en inglés.
Elizabeth se seguía comunicando con la doctora Anny Baumann. Le expuso el cambio que había experimentado viviendo en Brasil, mencionando que había perdido alrededor de diez kilos, encontrándose más en forma que nunca y que había reducido el alcohol a una o dos borracheras al mes, en beneficio de la ingesta de exquisito café.
Lota construyó un paraíso natural en el que las dos mujeres podían fundirse con la naturaleza. Además del jardín y un pequeño huerto para abastecerse, decidió construir una piscina. Elizabeth sugirió a Lota que sería bueno tener un gato para evitar la proliferación de ratones, y para su sorpresa, Tobías apareció casi de inmediato.
Elizabeth utilizaba la manguera del jardín para lavarle el cabello a Lota. Este acto se convirtió en el origen de su segundo poema escrito en Brasil, titulado “El champú” (The Shampoo). En lugar de en su tercer libro, dedicado enteramente a Lota, el poema lo incluyó en su segundo libro que publicará en 1955, “Una fría primavera”. El poema, que expresaba su agradecimiento hacia su anfitriona, era sencillo y fue rechazado por New Yorker y Poetry. Tan sólo se lo publicaría New Republic, en 1955.
El champú (The Shampoo)
Las sosegadas explosiones en las rocas,
los líquenes se multiplican
extendiéndose en grises conmociones concéntricas.
Han acordado
encontrarse con los anillos de la luna, a pesar
de que en nuestro recuerdo no han cambiado.
Y como los cielos nos vigilan
desde siempre,
tú has sido, querida amiga,
temeraria y pragmática;
y mira lo que ocurre. Pues el tiempo es
nada si no es indulgente.
Las estrellas fugaces en tu cabello negro
en luminosa formación
¿adónde se dirigen en bandada,
tan directas, tan temprano?
—Ven, déjame lavártelo en esta gran tinaja,
maltrecha y brillante como la luna.
De: Una fría primavera (A cold spring, 1955) Traducción de Jeannette L. Clariond, Vaso Roto Ediciones, Seg. Edic., 2022
Para regular su asma, comenzó a tomar un medicamento nuevo con cortisona, el cual le ayudaba a limpiar sus pulmones pero al mismo tiempo le generaba excitación y fatiga. Si dejaba de tomarlo, su estado de ánimo se deterioraba. Bajo la influencia de dicho fármaco, escribió el cuento “Gwendolyn” y obtuvo 1.200 dólares, mientras que por “En la aldea” recibió aún más. En cuanto a los poemas, la revista New Yorker pagaba menos, al disponer de tarifas en línea. Con el dinero ganado, optó por adquirir un pequeño vehículo de segunda mano para poder desplazarse a Petrópolis y comprar en el mercado. A Lota no le agradaba ir de compras y Elizabeth evitaba cualquier tipo de discusión con ella, ya que parecía tener predisposición a replicar por cualquier nimiedad.
En 1953 le conceden el prestigioso premio de poesía, Premio Shelley Memorial, instaurado desde 1930 en honor al poeta Percy Bysshe Shelley. En noviembre fallece de apoplejía Dylan Thomas, Lowell se lo comunica por carta y en la respuesta, Elizabeth le comenta que tristemente lo sabía. Ambos reconocen que debido a sus excesos, estaba predestinado a una muerte temprana.
En 1954, a causa de una crisis de alcoholismo, Elizabeth se ve obligada a ingresar en el Hospital dos Estrangeiros de Río de Janeiro por una temporada. Con el fin de recuperarse de su adicción al alcohol, se somete a un tratamiento basado en el uso de Disulfiram.
En noviembre escribe a Lowell y le detalla lecturas de Dickens, Virginia Woolf y el brasileño Machado de Assis, entre otros. También le explica que Robert Frost realizó una lectura en Río y Elizabeth lo invitó a una comida en casa de una amiga. El poeta Manuel Bandeira también estuvo presente. La comida fue un poco caótica debido a las sorderas de Frost y Bandeira. Gracias a Elizabeth y la hija de Frost pudieron reconducir la velada.
Elizabeth solicitó a Houghton Mifflin la publicación de su nuevo libro de poemas, pero la editorial le reclamó más poemas. Ante la sequía creativa que presentaba Elizabeth, los editores le plantearon la publicación de su nuevo libro con el añadido del primero, ya descatalogado. En julio de 1955, Elizabeth conformó los poemas que debía contener su más reciente libro, cerrando con “El champú”. Escribió a Marianne Moore diciendo que estaba un poco deslavazado, con poemas de temáticas diferentes. Al fin apareció “Una fría primavera” (A cold spring), con el añadido de su anterior libro, “Norte y sur”, todo englobado bajo el título “Poemas”. Su amiga, la artista Loren MacIver, diseñó la plástica portada, incluyendo el título en una hoja cayendo.
Robert Lowell había escrito unas palabras introductorias a petición de la editorial. Elizabeth le envió una carta de agradecimiento y él le contestó que había sido un verdadero placer, ratificándose en su opinión del alto nivel del libro, con cuatro o cinco poemas excepcionales. También le había parecido bien el título y la idea de incluir el primer libro.
Libre de presión al haberse publicado el libro, Elizabeth se entregó a la composición de poemas. “Cuestiones de viaje” (Questions to travel), además de ser uno de sus principales poemas, dará nombre a su siguiente libro. El libro, lo dividirá en dos partes: la primera, titulada Brasil, incluirá el poema mencionado y el ya leído anteriormente, “Llegada a Santos”, junto con otros que iré desgranando; la segunda parte llevará por nombre En otra parte. Se plantea en el poema la pregunta de la necesidad o no del viaje y la posibilidad de descubrimiento. Si bien, al ver maravillas naturales por primera vez, podemos quedar abrumados, observadas con detalle, se pueden interiorizar mejor. Elizabeth no concluye si es mejor o no viajar, sino que entiende que cada uno debe experimentar por si mismo la necesidad o no de viajar y su posible aprovechamiento.
Cuestiones de viaje (Questions fo travel)
Aquí hay demasiadas cascadas: arrolladores torrentes
bajan rápidamente hacia el mar,
y la presión de tantas nubes en las cimas de las montañas
los hace desbordarse en una suave cámara lenta sobre las laderas,
volviéndose cascadas ante nuestros propios ojos.
—Ya que si aquellas venas, aquellas largas millas de brillantes manchas de lágrimas,
aún no son cascadas,
en una época más o menos rápida, como las que aquí transcurren,
probablemente lo serán.
Pero si los arroyos y las nubes continúan viajando, viajando,
las montañas parecen cascos de volcados buques
con limos colgantes y lapas.
Piensa en el largo viaje a casa.
¿Tendríamos que haber permanecido en casa y pensar en esto de aquí?
Hoy, ¿dónde deberíamos estar?
¿Es correcto ser espectadores de extraños que actúan en una obra
en el más extraño de los teatros?
¿Qué infantilismo nos empuja, mientras quede un aliento de vida
en nuestros cuerpos, a correr
para mirar el sol desde el otro lado?
¿Para ver el más pequeño colibrí verde del mundo?
¿Para mirar con atención alguna vieja, inexplicable obra de piedra,
inexplicable e impenetrable,
desde todos los puntos de vista,
percibida en el acto y siempre, siempre encantadora?
Oh, ¿debemos soñar nuestros sueños
y también realizarlos?
¿Y nos queda espacio
para un poniente plegable de viaje, y todavía lo bastante cálido?
Hubiese sido una lástima, a buen seguro,
no haber visto los árboles a lo largo del camino,
realmente exagerados en su belleza,
no haber visto sus gestos,
como nobles pantomimas con vestidos color rosa.
—No haber necesitado detenerse a poner gasolina y no haber podido oír
esas dos tristes notas de la melodía de madera
de unos desparejados zuecos de madera
que, sin cuidado alguno, golpean
el suelo manchado de aceite de la gasolinera.
(En otro país los zuecos estarían controlados:
cada par sonaría con un idéntico tono.)
—Sería una lástima no haber escuchado
la otra música, la menos primitiva, del gordo pájaro castaño
que canta posado sobre la estropeada bomba de gasolina
en la barroca iglesia de cañas de los jesuitas:
tres torres, cinco cruces de plata.
—Sí, sería una lástima no haber ponderado nunca,
sin precisión, indefinidamente,
qué relación puede existir durante siglos
entre el más burdo calzado de madera
y el cuidado y la exigencia
de las fantasías en las jaulas de madera.
—No haber estudiado historia en
la débil caligrafía de las jaulas de pájaros cantores.
—Y nunca haber tenido que escuchar la lluvia,
tan parecida a los discursos de los políticos:
dos horas de oratoria sin pausa alguna
y después, de repente, un silencio de oro
durante el cual la viajera toma un cuaderno de notas y escribe:
¿Es una falta de imaginación lo que hace que vengamos
a lugares imaginados, en lugar de quedarnos en casa?
¿O quizá Pascal no tenía toda la razón
en aquello de sentarse tranquilo en una estancia?
Continente, ciudad, país, sociedad:
la elección nunca es amplia ni libre.
Y aquí, o allí… No. ¿Tendríamos que habernos quedado en casa,
doquiera fuese?
De: Cuestiones de viaje (Questions of travel, 1965) Traducción de D. Sam Adams y Joan Margarit, Ed. Random House, 2019
Dentro del apartado de Brasil irá componiendo poemas como “Los hijos de los ilegales” o el extenso “Manuelzinho”. Los enviará al New Yorker y serán publicados al instante. En el entrañable poema “Manuelzinho”, Elizabeth plasma la observación de la relación de su compañera Lota con su jardinero y a la vez vendedor ambulante, Manuelzinho. Las decisiones del jardinero irritan y conmueven a partes iguales a su mantenedora y la excepcional voz de la poeta así nos lo hace llegar. Podemos avistar un componente social, pero más bien, lo que pretende mostrarnos la poeta son las singulares relaciones que se establecen entre dos clases bien diferentes de Brasil, la patrona y el obrero, confluyentes en un extraño entendimiento. Recita Elizabeth Bishop.
Manuelzinho
(Brasil. Habla una amiga de la escritora)
Mitad ilegal, mitad inquilino (sin alquiler):
una suerte de herencia; blanco,
en tus treinta ahora, y se supone que
tendrías que abastecerme de verduras,
pero no lo haces; ni lo harás, ni dejarás
que entre en tu cabeza esa idea:
tú, el peor jardinero del mundo desde Caín.
Tus jardines, al caer sobre mí,
cultivan mis ojos. Tú entretejes
los arriates con coles plateadas
y claveles rojos, y mezclas lechugas
con alhelíes. Y entonces
llegan las hormigas podadoras,
o llueve durante una semana
y todo se vuelve una ruina,
y regreso con más kilos de semillas
importadas, garantizadas,
y de vez en cuando apareces
con una mística zanahoria de tres patas,
o con una calabaza "más grande que el bebé".
Te miro a través de la lluvia,
saltando ligero, tus pies descalzos
subiendo las pendientes que has creado
—o creadas por tu padre o tu abuelo—
en mi propiedad,
con tu cabeza y la espalda dentro
de la arpillera empapada,
y siento que no podría tolerarlo
un minuto más; entonces,
permanezco dentro, cerca de la estufa,
leyendo el libro.
Robas mis cables del teléfono, y dices
que fue alguien más. Matas de hambre
a tu caballo y a ti mismo
y a tus perros y a tu familia.
De entre una inmensa variedad,
te alimentas de tallos hervidos de coles.
En alguna ocasión que te grité
muy fuerte para que te dieras prisa
y me alcanzaras las papas,
tu sombrero agujereado voló,
diste un salto sin tus zuecos,
dejando tres objetos en forma
de triángulo a mis pies,
como si hubieras sido un jardinero
de un cuento de hadas durante todo el tiempo,
y donde empieza la palabra "patatas"
hubieras desaparecido para asumir tu papel
de príncipe encantado en otro lugar.
Te suceden las cosas más extrañas.
Tu vaca se come una "hierba venenosa"
y cae muerta allí mismo.
Nadie más cae.
Y luego muere tu padre,
un arrogante anciano
con sombrero negro afelpado y el bigote
como una gaviota blanca desplegada.
La familia se reúne, pero tú
no, tú no crees "¡que esté muerto!
Lo veo. Está frío.
Lo entierran hoy.
Pero, ¿sabes?, no creo que esté muerto".
Te doy dinero para el funeral
y vas y alquilas un autobús
para regocijo de los deudos,
así que tengo que darte más,
¡y encima debo oírte decir
que rezas por mí todas las noches!
Pero vuelves de nuevo,
resoplando y temblando,
sombrero en mano, con ese rostro
melancólico, como un ramillete de acianos
o de violetas blancas que ofrece un niño,
impróvido como la madrugada,
y una vez más te doy lo necesario
para una dosis de penicilina
en la farmacia o
para un frasco más de
jarabe para bebés.
O, de pronto, vienes a saldar
lo que llamamos nuestras "cuentas",
con dos libretas viejas,
una con flores en la cubierta,
la otra con un camello.
Confusión inmediata.
No incluiste los puntos decimales.
Tus columnas se tambalean,
un panal de ceros.
Murmuras conspirando;
los números ascienden a millones.
¿Libros de contabilidad? Son Libros de Sueños.
En la cocina soñamos juntos
sobre cómo los mansos heredarán la tierra
o varias hectáreas de la mía.
Con costales azules de azúcar sobre la cabeza,
cargando tu almuerzo,
tus hijos se escabullen al verme
como pequeños topos en el césped.
¡Incluso se ocultan en los arbustos
como si les fuera a disparar!
—Imposible tenerlos como amigos
aunque cada uno tome de inmediato
una naranja o un caramelo.
Envueltos en jirones de niebla,
veo a todos allá arriba
junto con Formoso, el burro,
que rebuzna como un seco surtidor,
entonces, de pronto, se detiene.
—Todos allí de pie, la mirada
perdida en la niebla y el espacio.
O bajando por la noche
en silencio, salvo por el ruido de los cascos,
bajo la tenue luz de luna, y el caballo
o Formoso tropezando detrás.
Entre nosotros flotan
grandes, suaves, perezosas
luciérnagas de color azul pálido,
medusas del aire...
Parche sobre parche sobre parche,
tu esposa mantiene a todos abrigados.
Ha repasado una y otra vez
(mujer prevenida vale por dos)
tus pantalones color azul brillante
con hilo blanco, y en estos días
tus extremidades están cubiertas de patrones.
Pintas —Dios sabe por qué—
la parte externa de la copa
y el ala de tu sombrero de paja.
¿Tal vez para reflejar el sol?
O tal vez, cuando eras pequeño,
tu madre te dijo "Manuelzinho,
una cosa: asegúrate de pintar
siempre tu sombrero de paja".
Uno fue de color oro por un tiempo,
pero lo dorado se destiñó como lo chapado.
Uno era verde brillante. Indebidamente,
te llamaba Chico Clorofila.
Mis invitados pensaban que era gracioso.
Me disculpo aquí y ahora.
A ti, indefenso hombre necio,
te amo cuanto puedo,
eso creo. ¿No es así?
Alzo mi sombrero, sin pintar
y metafórico, en tu nombre.
Una vez más prometo intentarlo.
De: Cuestiones de viaje (Questions of travel, 1965) Traducción de Jeannette L. Clariond, Vaso Roto Ediciones, Seg. Edic., 2022
Elizabeth compone también “El armadillo”, un poema dedicado a su amigo Robert Lowell. En el poema, habla sobre las festividades de junio en Brasil, donde se lanzan globos de fuego. Elizabeth denuncia el problema que surge cuando no se supervisan las áreas de caída de estos globos. En particular, uno ha caído en la parte trasera de su casa, lo que ha provocado la huida de los búhos, el conejito y el armadillo. Una vez más, plantea la necesidad de respetar y proteger el mundo natural.
El armadillo (The armadillo)
Para Robert Lowell
Ésta es la época del año
en la que casi todas las noches
aparecen, ilícitos, los frágiles globos de fuego.
Ascienden a la cumbre de la montaña
elevándose hacia algún santo
venerado todavía en estas tierras,
las linternas de papel se ruborizan y se llenan
de luces que vienen y van, como los corazones.
Ya en lo alto, contra el cielo, es difícil
distinguirlos de las estrellas
—esto es, los planetas—, los coloreados:
Venus en descenso, o Marte,
o aquél, el verde pálido. Con el viento
se inflaman y oscilan, vacilan y se agitan;
pero si hay calma, navegan seguros entre
la armazón de los cometas de la Cruz del Sur,
retroceden y menguan, solemnes,
y, sin titubear, nos abandonan,
o, al caer en picado desde la cima,
de pronto se tornan peligrosos.
Anoche se desplomó uno de los grandes.
Reventó como un huevo de fuego
contra el acantilado detrás de la casa.
La llama se precipitaba. Vimos al par
de búhos salir volando de su nido,
alto, muy alto en torbellinos blancos y negros
salpicados por debajo de un rosa vivo, hasta
desaparecer en lo alto chillando.
Debió de arder el viejo nido de los búhos.
Deprisa, completamente solo,
un luminoso armadillo abandono la escena,
moteado de rosa, cabizbajo, colibajo,
y entonces un conejillo saltó,
oh, sorpresa, de orejas cortas.
¡Tan suaves! —un puñado intangible de cenizas,
los ojos fijos, encendidos.
¡Demasiado bello este irreal remedo!
¡Oh, fuego descendente y grito penetrante,
y pánico, y un débil puño aferrado
avanzando su ignorancia contra el cielo!
De: Cuestiones de viaje (Questions of travel, 1965) Traducción de Jeannette L. Clariond, Vaso Roto Ediciones, Seg. Edic., 2022
Elizabeth parecía encontrarse mejor que nunca y así le comunicó a la doctora Baumann, su mejoría del asma y la adicción al alcohol. Todo ello redundaba en su creatividad creciente. Más noticias positivas llegaron en mayo de 1956, cuando un reportero de O Globo le anunció que su libro “Poemas” había recibido el Premio Pulitzer.
Elizabeth le contó a Lowell sobre cómo se enteró del premio: “Lo que ocurrió aquí fue muy gracioso: un reportero de O Globo me estaba pegando gritos por teléfono, ante lo cual, con la flema característica de Nueva Inglaterra, yo sólo le respondía: “Muchísimas gracias”; y él gritaba de nuevo: “Pero Dona Elizabethchy, ¿no entiende? ¡O Prémio Pulitzer!”. Con toda sinceridad y desde el fondo de mi corazón, pienso que se lo deberían haber dado a Randall por algunos de sus poemas de guerra, y no sé por qué no lo hicieron. En realidad, yo resulto algo frívola comparada con él, es tan poco lo que hay. Bueno, uno nunca sabe con estas cosas, o cómo debería sentirse al respecto”. (Elizabeth Bishop y Robert Lowell “Palabras en el aire”, Vaso Roto, 2019). Elizabeth demuestra su humildad al mencionarle a Lowell que Randall Jarrell debería haber recibido el premio por sus “Selected Poems” (1955).