¿Te ha picado alguna vez una abeja muerta?
El reciente libro de Alfons, lo presenta bajo el anterior subtítulo, tomado del diálogo mantenido en la película “Tener y no Tener”, entre Walter Brennan y Humphrey Bogart, demostrando su querencia por las películas clásicas.
Después del inciso, entro en materia. Leído el libro, no esperaba menos de Alfons. Un escritor que habita en los márgenes de la literatura, recordándome a Saer, otro escritor nada convencional.
Alfons repasa en tan personal libro, aquellas lecturas y autores que de alguna manera han tenido su significación en su actividad lectora y los rescata para dárnoslos a conocer, ajenos a los intereses comerciales del mercado editorial.
Apenas he leído unos cuantos, mea culpa.
Coincido plenamente en valorar “Ronda del Guinardó”, como una de las mejores obras de Marsé. De hecho hablé de ella por aquí (ver).
Me alegra enormemente que tenga a Julio Ramón Ribeyro entre sus escritores más valorados. Sus cuentos son extraordinarios. Por aquí comenté una excelente selección de sus cuentos en edición de “Cátedra” (Ver). Comenta Alfons en torno a ellos:
La mayoría de esos cuentos aparecían reunidos en La palabra del mudo. Me lo zampé de la primera a la última página y me convertí en un predicador de su literatura.
Rescata de los estantes, “Prosas Apátridas”, libro que leí hace tiempo y recuerdo gratamente. Está escrito a base de textos breves, pensamientos y especie de aforismos. Lo explica mejor Alfons:
Sus páginas reúnen textos no adscritos a ningún género literario. Muy breves, esos textos. Todos ellos, eso sí, de una contundencia que cuesta asumir del todo en una primera lectura. Has de repetir esa lectura. Así, poco a poco, te vas adentrando en un mundo que conocías, pero que nadie te lo había contado en voz alta y tan clara como la de Ribeyro.
Y, como bien dice nuestro autor, hubo mucho de “alharaca” en el boom latinoamericano, lo comenté precisamente cuando hablé de sus cuentos, que Ribeyro y Onetti quedaron fuera de “aquellos fuegos de artificio”, y más que ganaron ellos, sin duda. Dos escritores que sentían la literatura “desde dentro”:
El boom literario latinoamericano tuvo bastante de mercadotecnia. Pero a pesar de eso, nadie puede negar que ahí se dieron cita algunas de las mejores plumas y olivettis de todos los tiempos. Yo me quedo, por poner tres, con García Márquez, Cortázar y Juan Carlos Onetti (aunque este último anduviera casi por libre, con más pies fuera que dentro de ese itinerario). Bueno, y con Juan Rulfo. O sea, me quedo con cuatro.
Pero aquí quiero sacar a otro escritor y añadirlo a los cuatro anteriores. En este rescate arriesgado de textos y autores que permanecían entre sombras, no podía faltar Julio Ramón Ribeyro.
Y vuelvo a emocionarme cuando, aprovechando que ha salido a colación su nombre, rescata a Onetti y mi preferida de él junto a un buen montón de cuentos y “El Astillero” o “La Vida Breve”. La obra no es otra que “Los Adioses”. Obra excepcional, novela corta, como suele gustar a Alfons, pero de lectura muy atenta plena de detalles:
Antes de cerrar este libro, pensé dedicar un capítulo a Juan Carlos Onetti. Pensé en alguno de sus cuentos: La larga historia, por ejemplo. Pero finalmente decidí que lo haría sobre la que considero su obra maestra: Los adioses. La publicó en 1954 y tal vez sea una de sus obras menos conocidas. Dice la letra editorial que es una “novela corta”. Como si eso importara. Bastan setenta páginas para conseguir una obra sagrada de la literatura universal. Para qué más. No entiendo esa manía de escribir novelas de ochocientas páginas. En el siglo XIX podía tener sentido. En el XXI no creo que lo tenga tanto.
Me sorprende de nuevo y, para bien, ¡cómo no!; con Ramón Lobo y su libro “Todos náufragos”, obra de corte autobiográfico, con el recuerdo de su padre sobrevolando la narración. Ramón se deja “cuerpo y alma”. Qué bien lo explica Cervera, conectando con un libro extraordinario suyo, “Otro Mundo”, del que comenté por aquí (Ver):
Acabé Todos náufragos en medio de una emoción apenas contenida. La saga familiar, con esas constantes referencias a las que llenan el árbol genealógico de muchas otras sagas maestras de la literatura. Ahí García Márquez siempre, con un fusilamiento que no es el punto final de una historia sino el que señala magistralmente su comienzo. Ahí esa soledad que tantas veces aparece en las páginas del libro. Ahí la urgencia de ir a la estantería de los más imprescindibles y recuperar los versos de Pedro Garfias: “Tú no sabes / del horror de los llantos solitarios”. Por suerte o por desgracia, sí que lo sé. Y digo que lo sé porque cuando ya hacía más de veinte años que mi padre había muerto, supe quién había sido él realmente, cuál su vida escondida en un secreto que nadie conocía y que habría de marcarlo para siempre. De ahí, salió una novela (o lo que sea) que se titula Otro mundo y es –aquí la diferencia con el de Ramón Lobo– el relato de un diálogo imposible, de una historia sobre el daño que provocan los silencios, de ese miedo que como un picotazo de alacrán se quedó –se nos quedó a los dos– en el alma más o menos visible de lo irremediable, como dice Eliot que son todos los pasados.
Habla de Jean Rhys, de la que leí hace bastante tiempo “Ancho mar de los Sargazos”, “Cuarteto” y “Viaje a la Oscuridad”, excelentes todos. Pero precisamente el que comenta Alfons no lo he leído, “Después de dejar al señor Mackenzie”. Para el debe queda. Extraordinaria y personal escritora, sin duda:
Toda su vida fue como una puerta que se abría y cerraba constantemente. Lo mismo sucedía con los personajes de sus novelas.
Escribiría y publicaría novelas y relatos: La orilla izquierda, Cuarteto, Después de dejar al señor Mackenzie, Viaje a la oscuridad, Buenos días, medianoche… Y no pasaría nada. Lo normal en su vida real y literaria: desaparecer.
Pasa lo mismo con la exquisita Carmen Martín Gaite. He leído algunos de sus libros, pero el que rescata no. Además, es como él cuenta, una elección muy particular. Varias veces conversó con ella y el autor echa de menos esos encuentros, como tan bien lo refleja en el siguiente fragmento:
Ya no habrá más encuentros con Carmen Martín Gaite, al menos ya no habrá más conversaciones en directo, como siempre que venía a Valencia y yo la veía como a Vanessa Redgrave o Jane Fonda en una película de biografías resistentes, con un escritor genial y borracho al fondo de la historia. Los sueños están hechos de una materia especial, decía ese escritor. La literatura, al menos la de Carmen Martín Gaite durante tantos años, también se construye, muchas veces, con esos mismos materiales.
De Patricia Higsmith, tuve un tiempo que la leí bastante. Cervera rescata un tomo que tiene desecho, “Aguas Profundas” o “Mar de Fondo”, en otra traducción. Impagable de nuevo su manera de detallar:
Son doscientas ochenta y siete páginas de letra apretada, constreñida en una caja sin apenas blanco a los lados. El libro está descuartizado. En cuatro bloques. El primero desde la página 1 hasta la 68. El siguiente desde la 69 a la 142. Hay un tercer montón que va de la 143 a la 226. Y el último trozo del desmembramiento contiene de la 227 a la 288, que acaba con la palabra FIN escrita así, toda ella en letras mayúsculas. La contraportada está suelta, como el ala rota de un pájaro abatido. El lomo casi ni existe. Sólo aparece lo siguiente: S PROFUNDAS, y un poco apartado de ese rótulo extraño un nombre escrito en cursiva: Patricia Higsmith. La edición es de enero de 1964. Salió en la colección Marabú Suspense, de la editorial Bruguera. Se trata de la primera edición de Aguas profundas, la segunda o tercera novela de una escritora casi única en la literatura de todos los tiempos.
Hay unos cuantos libros que menciona que los tengo en el cada vez más amplio estante de lecturas pendientes. Ahí están “Las Afueras” de Luis Goytisolo, “La Insolación”, de Carmen Laforet o los relatos de Jean Ray.
Como en otros libros suyos, tiene un recuerdo entrañable para aquellas lecturas lejanas de las novelas del oeste:
Se dice que somos lo que leemos. Una frase hecha. Como tantas otras. A mí se me ocurre una réplica. O su complemento. Somos lo que leímos cuando no sabíamos quiénes eran Flaubert, Virginia Woolf, Dostoievski o William Faulkner. Cuando llegué al hachazo que Raskolnikov descarga sobre la vieja usurera me había zampado mil novelas de Silver Kane, George H. White, Edward Goodman o Marcial Lafuente Estefanía. Y de muchos más como ellos. El autobús de la tarde que traía al pueblo un día a la semana las novelitas del Oeste, del FBI, del Servicio Secreto o para las chicas (entonces era entonces) Carlos de Santander y Corín Tellado. Ahí aprendimos a leer cuando en el cine pasaban los fines de semana Veracruz, Pánico en las calles o La leona de Castilla. Claro que eran otros tiempos. Y otras casas. Y otra manera de vivir una vida que más que vida era una mierda en la literatura y en todo.
Alfons desempolva un montón de autores y libros “ocultos”, poco conocidos y seguro que gratos tesoros: Beppe Fenoglio, Concha Alós, Dolores Medio, José Avelló, Víctor Orenga, Pablo Solozabal, Carmen Nonell… Una larga lista a descubrir, sin duda.
Y también, antes de finalizar el libro, tiene un recuerdo entrañable para Bécquer, de la mano de Luis Cernuda:
Siempre amé a Gustavo Adolfo Bécquer y su poesía. Nunca me conformé con la sospechosa, excesiva, sencillez de sus versos, desnudos de adornos, tristes como es triste la vida de un amor despechado o el vagar de las golondrinas de sus nidos de barro a los balcones. Las palabras de Cernuda para acompañar mi satisfactorio –a ratos cruel– regreso a la obra y la vida de Gustavo Adolfo Bécquer: “es esta obra buena, clara, ejemplar. Los sufrimientos, las penas de amor, no los podemos ya aliviar. No vive. Y sin embargo me gusta recordarle como una sombra amiga, como un fiel compañero que asiste con extraña vida a la nuestra desde el fondo de aquel entrañable lienzo de su hermano Valeriano, en una salita del museo de Cádiz
El placer de leer su libro es inmenso. No sólo por tantas interesantes recomendaciones, que también, sino por la delicia que supone leer su personal manera de abordar cada uno de ellos. Abras el libro por el capítulo (o libro rescatado) que abras, te encuentras fragmentos impagables como el que dedica a Concha Alós:
El libro se me ha deshecho en las manos antes de terminarlo. Las hojas se han ido cada una por su lado. He tenido que acabar Los enanos hoja a hoja, como si fuera un contable de esos que salen en las películas y van revisando los balances uno a uno para que no se les escape ningún detalle. O como suelen hacer, seguramente, esos alquimistas de la estafa que convierten el sudor de los otros en montones de dinero que luego se llevan a los paraísos fiscales. En la novela de Concha Alós que les voy a contar ese dinero es escaso, casi inexistente, y el sudor de sus personajes se mezcla con los chillidos y el pelaje asqueroso de las ratas.
Ahora nos queda como asignatura pendiente, y ya lo comenta en más de una ocasión Alfons Cervera a lo largo del libro; la ardua tarea de escudriñar Bibliotecas o Librerías de Viejo en busca de tan apetecibles “encuentros”. Se me antoja a su vez, un libro de cabecera al que acudir con frecuencia por el mero hecho del deleite lector; por la manera en que está escrito y el sentimiento que manifiesta Alfons en torno a ciertos libros y autores.
Refiriéndose al libro, “Jugadores de billar” de José Avelló, Alfons recuerda un poema de Carlos Álvarez, “Parábola Sobre el Billar”, cantado por Luis Pastor:
El espacio real (y también el espacio simbólico, como tantos otros detalles en esta novela que alguien maltrataría si la llamara sólo realista) es el café Mercurio, donde se reúnen cuatro amigos y otros colegas en sus ratos de ocio. Ahí unos juegan al billar y otros miran. Las bolas chocan unas con otras, como chocan unos con otros los jugadores. Me acuerdo ahora –no lo hice en la primera y lejana lectura de hace dieciocho años– de un poema de Carlos Álvarez que cantaba Luis Pastor en Fidelidad, su segundo disco, editado en 1975, cuando pensábamos que los tiempos que iban a llegar serían tan distintos a lo que han sido.
Os dejo el poema de Carlos Álvarez, citado por Cervera, seguido de la canción interpretada por Luis Pastor:
Parábola Sobre El Billar (Carlos Álvarez) Poema perteneciente al libro, Escrito En Las Paredes: Papeles Encontrados Por Un Preso (París, 1967) No puede haber otro juego tan cruel como el billar: tres hombres en una celda condenados a chocar. Siempre es una bola blanca la que ataca con afán: la bola roja está roja de los golpes que le dan. ¡Ay bola de roja sangre* que nunca quiere atacar! ¡Ay blanca bola de nieve que la obligas a jugar! El verde color del campo se ha puesto triste de ver que a la tierra malherida no la dejan florecer. Y todo, porque a unos hombres les parece diversión lanzarle a la bola roja disparos al corazón.
*Precisión: Luis Pastor adapta el verso “¡Ay bola de roja sangre!” por “¡Ay bola roja de sangre!”
Canción extraída del disco, Fidelidad de 1975, editado por Movieplay.
“Algo Personal. ¿Te ha picado alguna vez una abeja muerta? Alfons Cervera 🔗
Editorial: Piel de Zapa, Edición 2021 🔗
Fuente de Imagen de Alfons Cervera: Propiedad de Jesús Císcar