Portada Memorial Drive

Natasha Trethewey “Memorial Drive” Errata Naturae 2022

Partimos de un hecho real, que desgraciadamente, se sigue produciendo en la actualidad, es decir, una muerte por violencia de género. Natasha Trethewey —la autora del libro— es la hija de Gwendolyn Ann Turnbough, asesinada por su pareja, Joel Grimmette, el cinco de Junio de 1985.

Natasha ha necesitado treinta y cinco años para remontarse a los hechos funestos que sucedieron entonces. Aunque todo gire en torno a ese traumático hecho, la autora rememora también su pasado de infancia y adolescencia junto a su madre y su familia.

Su madre trabajaba como jefa de Recursos Humanos en el Departamento de Salud Mental del condado de Atlanta, donde estaban viviendo. Regresa treinta años después al lugar donde fue asesinada y recuerda la última vez que estuvo al poco de morir, cuando contaba ella, con diecinueve años. Pocas cosas se llevará, entre ellas, unos libros, un cinturón y una planta a la que su madre encomendó sus cuidados:

“Sólo me quedé con unos pocos libros, un cinturón bastante pesado hecho de balas y una planta a la que tenía mucho cariño, una Dieffenbachia. Durante toda mi infancia, había sido responsabilidad mía cuidarla. Cada semana le quitaba el polvo y rociaba las hojas superiores y cortaba las inferiores que se habían puesto marrones. “Ten mucho cuidado con ella”, me advertía mi madre. Puede parecer que se trataba de una pequeña precaución innecesaria, pero es que en la savia de la Dieffenbachia que rezuma de las hojas y los tallos hay una toxina”.

Natasha Trethewey “Memorial Drive” Errata Naturae 2022 —Las sucesivas citas tienen como referencia la misma autora y libro—.

En el momento del nacimiento de la autora, en 1966, hablamos de un Estado sureño inmerso todavía en una severa segregación racial. Su madre negra, con apenas 22 años, su padre fuera en viaje de trabajo. Coincide el 26 de abril, Día de los Caídos, fecha en que se glorifica al viejo sur y se resalta la supremacía del hombre blanco. En numerosas ocasiones ha imaginado la autora las esperanzas y expectativas que su madre podría tener ante su nacimiento:

“Me la he imaginado a menudo aguardando mi nacimiento, esperanzada y nerviosa al mismo tiempo en relación con el estado del mundo y con el momento y lugar particulares en que yo llegaría a él: un deseo feroz tomando forma en su interior”.

El matrimonio interracial de sus padres estaba prohibido en Mississippi. El padre de la autora era blanco. Las causas pro derechos iban avanzando lentamente. Natasha establece las difíciles condiciones para la población negra —para su madre— que imperaban en el Sur:

“A diferencia de mi padre, que era y se había criado en Nueva Escocia, cazando y pescando y disfrutando de libertad para vagar por los bosques, mi madre había sido una niña negra en el sur profundo, acorralada y atada a un mundo limitado por leyes segregacionistas”.

Medgar Evers, líder del Movimiento de los Derechos Civiles, había sido abatido a balazos en Jackson —Mississippi— el 12 de junio de 1963. Las personas negras y pro derechos civiles se movilizaron, su abuela entre ellos, colocaron banderas negras en las playas por la muerte de Evers. Es preciso dejar constancia, la marginalidad a la que se sometía a la población negra. Entre ellas, estaba la prohibición a la entrada en las playas. Cuando se levantó dicha prohibición, la intolerancia seguía presente, sobre su madre la autora escuchaba comentarios racistas, como “Qué cosita tan mona, lástima que sea negra” y otros del estilo. En 1964 tres activistas más, fueron asesinados. Frente a ese estado de agitación nos cuenta la autora como sus padres universitarios, se enamoraron:

“Se conocieron estudiando Literatura, en una clase sobre teatro moderno, y sus conversaciones sobre libros y obras teatrales los estimularon a verse más allá del aula, al aire libre, por la tarde, cuando paseaban por el campus y fuera de él, entre las suaves colinas verdes de Kentucky”.

Sus padres, en 1965, se escaparon a Cincinnati, donde tenían derecho a casarse, el bebé se estaba ya gestando —Natasha—. La escritora nos cuenta como de niña había cosas por las interrogaba a sus padres, como el color de la piel o el diferente trato de la gente a su padre, “señor” o “caballero”, a su madre, “chica”, nunca “señora”. Ese distinto trato a su padre y su madre la incomodaban. En el exterior no estaba a gusto. Sólo se sentía bien, en casa, junto a su familia. Los recuerdos de su infancia junto a sus padres y la familia de su madre son felices:

“Ahí es donde tuvieron lugar todos los asombros de mi infancia, la efímera felicidad de mis padres, mi incuestionable creencia en que mi vida siempre sería igual a como lo era entonces, la íntima organización de la cotidianidad con la familia de mi madre”.

Vivían con su abuela, al lado de su tía Sugar, a la que evoca con veneración. Recuerda a su apuesto tío Son, a su esposa Lizzie, los dos con un tono de piel clara. Tenían la casa con aire acondicionado. En cambio la casa de la tía Sugar era un humilde bungaló de mampostería. Había regresado de Chicago cuando nació ella. Era diez años mayor que su abuela. Había levantado la iglesia Baptista, Monte de los Olivos:

“Era la heroína de la familia: le hacía frente a todo el mundo, blancos incluidos, y siempre tenía una réplica ingeniosa e hiriente para sus habituales comentarios despectivos”.

Impresionaba a la autora, la imponente altura de su tía Sugar —1’80 m.— y cómo mascaba tabaco. Recuerda muchas actividades junto a su tía, entre ellas, ir de pesca. Pero tristemente evoca, como fue sumiéndose en una demencia senil progresiva.

El tío Son conducía el autobús escolar del programa para alumnos con pocos recursos, mientras su madre trabajaba en la Administración en el mismo programa. Su abuela para ingresar un poco de dinero, fabricaba paños y más tarde se dedicó a la costura.             

Ante tanta compañía por parte de la familia de su madre, las ausencias frecuentes de su padre, a causa de su trabajo de Oficial en la Marina Real Canadiense, se sobrellevaban mejor:

“Una de las pocas fotografías que tengo en las que salimos los tres juntos es un retrato formal tomado en 1969 en el salón de la casa de mi abuela. Fue la última que nos hicieron a los tres”.

Natasha Eric Trethewey Gwendolyn
Natasha, junto a sus padres, Eric Trethewey y Gwendolyn © Natasha Trethewey

Entre los pocos recuerdos que tiene junto a su padre y su madre, figura un viaje en un Lincoln de segunda mano que compró su padre, a México. Traumático viaje, porque casi se ahoga en la piscina del hotel y tan sólo rescata una foto en una mula.

Tras ese viaje, su padre continuó estudios de posgrado en un apartamento en Nueva Orleans. Los fines de semana sus padres se turnaban para visitarse.

Su madre, Gwendolyn, nació en 1944 en Nueva Orleans. Su abuela, estudiaba escuela estética para ser peluquera. Vivían en el barrio francés. Su marido Ralph había zarpado con su unidad militar naval y un año después su abuela se entera de que se había casado con otra mujer. De ahí que regresaran a Mississippi. Su madre sólo vio una vez a su padre con 16 años, fue a verlo a Los Ángeles, estuvo una semana y al regreso no volvió a hablar de él jamás, nos cuenta Natasha.

Gratamente recuerda el armario de su madre, los vestidos, el perfume:

“El armario de mi madre estaba lleno de ropa que habían cosido mi abuela y ella, y a mí me encantaban el tacto de todas esas prendas y el hecho de que conservaran un rastro de su perfume”.

Su padre veía ya cualidades de escritora, en la autora, tal como nos refleja:

“Desde que tengo memoria, recuerdo a mi padre diciéndome que algún día sería escritora, que debido a las características de mi experiencia, habría algo que resultaría necesario que contara”.

La relación entre sus padres se fue deteriorando y recuerda cómo ambos la iban preparando para un desenlace inevitable, que la afectó de por vida, a pesar de mentalizarse de lo contrario:

“Tardé mucho tiempo en darme cuenta de hasta qué punto había aceptado el relato de mis padres, su imagen de mi situación, su decidida estrategia de consuelo. Durante la mayor parte de mi vida me he dicho que esa separación no me perturbó, que incluso en el momento me pareció bien. Ahora veo que fue sólo la primera de las numerosas historias que he necesitado contarme a lo largo de los años”.

El siguiente trauma, después de la ruptura de sus padres, fue la separación de la familia de su madre. La partida de Mississippi en 1973, está asociada en la autora al primer desencadenante de una cadena de hechos adversos, que culminan en el nefasto año de 1985, con el fallecimiento de su madre. Un período que prefiere olvidar:

“Durante mucho tiempo, intenté olvidar todo lo que fuera posible de los doce años que transcurrieron entre 1973 y 1985. Quería suprimir esa parte de mi pasado, en un acto de auto creación por medio del cual intentaba estar constituida sólo por lo que escogiera conscientemente recordar”.

Hay unas reflexiones de la autora, muy acertadas —que nos hacen meditar—, en torno al olvido y su necesidad, en determinadas ocasiones asociadas al trauma:

“Pero el olvido voluntario entraña un peligro: pueden perderse demasiadas cosas. Luego me ha resultado muy difícil recuperar la imagen de mi madre cuando más la necesitaba.

Ciertos olvidos son necesarios y nuestra mente se esfuerza para protegernos de lo que nos resulta demasiado doloroso”.

Pero olvidar o intentar controlar el yo en el trauma, se torna complicado ante la presencia de la memoria, y como de manera lúcida señala Natasha, ésta es circular:

“Si el trauma produce una fragmentación del yo, ¿qué significa entonces tener control sobre el yo? Puedes intentar olvidar. Puedes avanzar durante largo rato sin dar una vuelta completa, pero la memoria describe una trayectoria circular”.

Del viaje a Atlanta, recuerda Natasha, que les llevó un día, cómo el coche estaba cargado hasta los topes y cómo en cierto momento comenzó a salir humo del vehículo. Vio santiguarse a su madre, algo que la extrañó, pues pertenecía a la iglesia baptista. Diez años después se enteró de que se había convertido al catolicismo. Ambas esperaron mucho tiempo hasta la llegada de la grúa.

La noche anterior había soñado con que algo sucediera para no tener que partir y llegó a pensar que la avería había sido culpa suya porque de niña era supersticiosa.

Atlanta era más progresista en cuestiones raciales, nos explica Natasha. La mitad de la población era negra. Destaca el hecho de que en la escuela primaria de Venetian Hills, en los sesenta había estudiantes blancos y cuando ella entró a estudiar, solo negros. Esa época del colegio, la recuerda con agrado: