Mientras estamos muertos Portada

José Ovejero “Mientras estamos muertos” Páginas de espuma

Ovejero Jose MBFI 2013 fRF

A mí no me molesta el termino autoficción, que estuvo de moda y ahora está de moda denostarlo, pero para mí es importante que se dé el mismo énfasis a las dos partes de la palabra, que indican que se va a leer un libro en el que las referencias a la vida del autor son importantes, y a la vez, que cualquier trabajo autobiográfico tiene un elemento de imaginación, más aún si se trata de un libro de cuentos.
(Fragmento de una entrevista en Quimera, 468, diciembre, 2022)

Se sumerge José Ovejero en los relatos, mayormente en su infancia y juventud. Nacido en 1958, la época en la que creció, tuvo lugar en un ambiente humilde y bajo el Régimen de Franco, que determinará en mayor medida, los modos de vida y costumbres generales del país.

Ya desde las primeras palabras del primer relato, Matar a un perro, se observan las costumbres del momento y se puede comprender a qué me refería anteriormente, pues el padre regala una escopeta de perdigones al autor y a su hermana. Unos párrafos después, nos lo clarifica el escritor, inmerso él también en esa espiral violenta en la escuela:

Yo dudo en el umbral, no me gusta estar a solas con mi padre. No es que sea especialmente violento, no más que los padres de mis amigos, no más tampoco que mis amigos. Supongo que era así en España en los años setenta (los años setenta: es como hablar de la vida en un planeta de otra galaxia). Los padres pegaban a los hijos porque no sabían qué hacer con ellos. Igual que nosotros pegábamos a los más débiles de la clase, nos reíamos de ellos, los torturábamos en la medida de nuestras posibilidades.

El ambiente autoritario y agresivo que se respiraba en la España de aquellos años, dejaban huella, y José explica como a lo largo de sus libros lo ha plasmado en alguna medida:

Lo he contado ya, todo esto lo he contado ya, en novelas y en cuentos. Esa vida áspera de mi infancia, la brutalidad indiferente en el colegio, la competición que manteníamos para humillar a los compañeros más débiles, los celos que mi padre sentía hacia mí y cómo me hacía pagar que mi madre fuese tan cariñosa conmigo… Escribir es rememorar justo aquello que desearíamos olvidar a toda costa. Escribir es disfrazar las cosas para poder ver su rostro real.

De rencillas entre su abuela y su padre, trata el relato, Maneras de Empezar una historia. A las divergencias entre ellos, que parecen venir desde tiempo, se une un perro de por medio. El autor admite su falta de empatía para no tener que sufrir, con los animales, con su abuela:

No fui al entierro de mi abuela. No pude.
No quise.
Uno no debe encariñarse con nadie porque así no te duele cuando sufren. Es lo más prudente.

De orígenes humildes, su padre fue consiguiendo cierta estabilidad económica con el tiempo. El autor tiene quince años y rememora vivencias en el barrio obrero de Vallecas. En el relato, Yo brinde con champán el día que mataron a Carrero Blanco, recuerda brindar con champán caliente el día de la muerte de Carrero Blanco y además reflejar, como ellos, en cierto modo, eran privilegiados al vivir en un piso pequeño pero habitable, en comparación con otros amigos, viviendo en situaciones infrahumanas:

También en un barrio obrero como el mío hay clases. Y yo pertenezco a la clase alta de la clase baja.

Recuerdo del suicida, trata sobre Ángel, tío del escritor. Además de la animadversión a su abuela, su padre la tenía con él, su hermano pequeño —quizás las rencillas hacia su abuela vinieran por la predilección hacia su hijo pequeño—.

El autor, como la familia, salvo su padre, sentían cariño hacia el tío:

Lo peor para mi padre era que todo el mundo encontraba simpático a mi tío, de todos recibía afecto aunque no hacía gran cosa para conseguirlo, salvo sonreír sin ganas y hablar en tono amable y algo distraído; mientras que a mi padre no había mucha gente que le tuviese afecto. Ni siquiera sus hijos se lo teníamos.

Era más una fascinación hacia el tío, la que se producía en el escritor:

Yo envidiaba a mi tío la tristeza. Si lo pienso bien, lo que le envidiaba era eso, su capacidad para estar triste en medio del mundo bullicioso de la familia.
Yo quería ser un intelectual porque me faltaba el valor para ser un golfo, igual que me faltó para largarme a Francia cuando no conté con el apoyo de mi padre. Admiraba la tristeza de mi tío porque era lo que lo separaba del mundo.

Pero algunos relatos no tratan directamente sobre él, sino sobre su entorno, aunque indudablemente sí le afectan; tal como afirma en, Todo lo que sucede a nuestro alrededor nos sucede a nosotros, a propósito de otro relato anterior, Un elefante cae a la misma velocidad que una pluma. Pretender escribir de forma autobiográfica, implica estar al tanto, empaparse de la realidad que le rodea, tal como explica en el siguiente párrafo:

Esta historia que acabo de contar es autobiográfica. Yo no soy la mujer que se arroja (que se va a arrojar) por la ventana. No soy policía ni soy uno de los jóvenes que intentan detener el desahucio, aunque me gustaría haber sido uno de ellos. Y al mismo tiempo soy todas esas personas.
No es posible escribir una obra autobiográfica sin hablar de lo que sucede alrededor, porque todo lo que sucede a nuestro alrededor nos sucede a nosotros.
Nos transforma. Nos hace mejores o peores. Nos hace mejores y peores.
Momentos/experiencias/situaciones/miedos/impotencias como los que figuran en la historia anterior están sucediendo en mi país, en mi ciudad, en mi barrio. Soy parte de ellas.

El escritor se siente impelido a atestiguar la realidad en la que vive, bien a través de él o de otros personajes; a pesar de que pueda resultar, en cierto sentido, una carga:

A mí la realidad se me pega a la piel; yo sí me siento culpable, soy testigo y verdugo, soy consciente, un ojo insomne, un ojo sin párpados, pero no por voluntad de saber y conocer, no por un encomiable impulso ético, sino que a menudo lo vivo como un defecto que desearía reparar, un fallo en el motor, que detiene mi marcha.

En Los cuentos que nos contamos mientras estamos muertos y en Tres momentos en los que iba a estar muerto, el tema gira alrededor de la muerte. El primero, con cuentos que se cuentan los amigos con la especulación de la muerte por medio, y el segundo relato, afectando directamente al autor. Recuerda tres momentos en los que estuvo a punto de morir y, cómo la muerte está muy presente en su escritura:

 Es verdad que la muerte está muy presente en casi todo lo que escribo –supongo que esa es una de mis obsesiones– pero si pienso en la mía, más bien, en las veces que podría haber muerto, son estas tres las que recuerdo.

Una declaración de principios ocupa el relato, Breve historia de mi ascensión social. Es una toma de conciencia de sus orígenes obreros y cómo todo lo que ha conseguido ha tenido que ganárselo él mismo. Me quedo con esta reflexión:

Ya sé que seguir cultivando mi rencor es absurdo porque el joven que fui miraría con desprecio al adulto acomodado que soy, he recorrido una larga distancia, he crecido y caminado, he progresado, me he hecho un espacio a golpe de rabia, mi ambición ha sido el combustible que me impulsaba y el peso muerto que he arrastrado a través de desiertos, pero ya está, estoy poniendo punto final a mi ascensión social, no seguiré subiendo, he llegado adonde he llegado y veo que me he quedado por debajo de lo que había imaginado y por encima de lo que de verdad creía que conseguiría…

Unas botas de trescientos cincuenta pavos, sigue la misma tónica que el anterior relato. El autor presenta cargos de conciencia si adquiere unas botas caras. Reprueba la actitud de personas afines a la izquierda no comprometidas:

Como no las habéis visto, pensaréis que gastarse trescientos cincuenta pavos en unas botas es excesivo. Incluso alguno pensará que es inmoral, sobre todo quien sea de izquierdas, porque si eres de derechas dirás que si tienes los trescientos cincuenta pavos para gastártelos en unas botas es que te los has ganado y nadie va a ir a decirte a ti en qué te gastas el dinero que ganas, putos envidiosos, y que incluso Felipe González, pienses lo que pienses de él, tiene todo el derecho del mundo a colgar la pana, viajar en un yate de veinte metros de eslora y a tomarse el champán que le paga su amigo Carlos Slim.

Ovejero afirma sentirse comprometido con su ideología de izquierdas, aunque sabe que, en cierto modo, se ha aburguesado un poco:

Pero lo que pasa es que yo sí soy de izquierdas, de izquierdas de verdad, y me parece que gastarse esa pasta en zapatos es indecente, aunque también vivo en una casa que no todo el mundo podría pagarse y con una terraza que si la veis os morís de envidia, y aquí me tenéis, tan contento tomándome una cerveza en la terraza. Lo de ser de izquierdas es una contradicción permanente. A mí me gustaría mucho ser de derechas porque eso te permite estar de acuerdo todo el rato contigo mismo y te desgasta menos que estar obligado a pensar las cosas y juzgarte, y criticarte, y esperar que nadie critique tu incoherencia; bueno, ya me entendéis.

Él, ella, es un relato completamente dedicado a sus padres. Un relato nostálgico. Nos cuenta su salida del Pozo del tío Raimundo. El piso en Vallecas. La progresión y la vuelta a la subsistencia. La demencia e ingreso en una residencia, de su padre, la muerte. En definitiva, el paso del tiempo y la pérdida. Nos arroja estas emotivas palabras sobre la desamparada vida de su madre, sin la presencia de su marido:

Lee mucho, las novelas que le traen sus hijos y las que saca de la biblioteca, y se pierde en otras vidas, en otras historias, aunque alguna le recuerda a la suya, y cose, y hace arreglos en la ropa, y cocina, y pasea, sin el peso de él, pero menos ligera que antes, un día tras otro, tan lentos, un poco vacíos a pesar de todo y tan espaciosos que se diría que tienen eco, los días, largos, un poco extraños, desconcertantes, ahora que él no está.

agfa synchro box
Cámara Agfa Synchro Box © Museo de la Imagen

Agfa Synchro Box, remite a la cámara primitiva de su padre. Es lo único que conserva de él. Se la quedó cuando su padre había perdido la memoria. Ovejero la limpia bien y la repara, para volver a retratar a sus familiares. Aunque es consciente también, de la tristeza que se experimenta al ver las fotos de personas que están ya ausentes:

Más de una vez he escrito sobre el leve pinchazo de dolor que provocan las fotos antiguas de gente que sabemos muerta, cuyas sonrisas para la cámara se han desvanecido para siempre, parejas que se abrazan felices, una madre con un niño de la mano –y los dos están ya muertos–, ancianos que habrán mirado perplejos su propia fotografía preguntándose en qué momento cambiaron tanto.

El fragmento más emotivo es el dedicado a retratar a su padre, en la residencia. Los carretes eran limitados y tan solo le quedaba para una foto:

Aunque no quise alzar la vista para asegurarme, a través del pequeño visor, me pareció que me estaba mirando. Más bien, que miraba a la cámara. Pulsé el disparador y seguí observándolo unos segundos por el visor, deseoso de hacer otra foto, aunque sabía que era imposible. Cuando levanté otra vez la vista, mi padre no había cambiado de postura. Estaba tenso, erguido como nunca, con una intensidad en los ojos que más que ver parecían exigir ser vistos. Sonreía. De verdad. Estaba sonriendo.

Los dos últimos relatos, son dos versiones diferentes del entierro de su padre. Me gustaría apuntar esta amarga reflexión sobre la noticia de la muerte de su padre, o sobre su significado, como final de todo, en general:

Me entristece la noticia como me entristece el final de cualquier historia, porque con él desaparece toda posibilidad, toda ilusión de cambio, elimina la esperanza y el deseo, nos reduce a algo cerrado y sin proyección. El final es siempre una forma de derrota de lo que somos.

A pesar de la falta de entendimiento con su padre, siente su pérdida, incluso un sentimiento de culpabilidad por no haberlo comprendido o intentar comprenderlo, en vida:

Por primera vez me siento triste por su muerte. No creo que de estar vivo y lúcido pudiésemos hablar más de lo que lo hicimos, seguiríamos sin entendernos, dándonos nuestros abrazos de madera, luchando por encontrar palabras, ¿qué tal tus cosas?, bien, no para reducir la distancia sino para volverla soportable. Pero lamento no haber sido capaz de acceder a sus contradicciones, no haber podido trepar la muralla, aunque de todas formas no me hubiese gustado lo que había del otro lado.

José Ovejero ha establecido hábilmente una especie de hilo conductor en los relatos, que hacen que los leamos con la progresión de una novela; con base autobiográfica, sí, pero con las técnicas próximas a la ficción. La voz del narrador, por lo general, cercana al escritor, en ocasiones toma distancia narrando hechos de manera más objetiva. Un tema que domina, es la conciencia de clase del autor, de sus orígenes obreros. Pero es más bien, el reflejo de un desclasamiento; tanto de sus padres, que ilusoriamente iban progresando socialmente, como de él mismo. Se siente un impostor cuando asiste a premios y a fiestas, pero con el orgullo de haberse ganado lo que es, a base del esfuerzo de sus padres y de él mismo. Por supuesto, se siente ajeno al círculo de escritores preeminente. La figura de los padres adquiere relevancia. La relación con su padre es fría, de mutua incomprensión, lo que genera también un sentimiento de culpa por parte del autor, al no haber podido acceder a los mecanismos internos que movían a actuar de esa forma a su progenitor. Un hombre autoritario y hermético. Por contra, la relación con su madre es totalmente opuesta. Cariñosa con él y responsable de su oficio escritural. La base se encuentra en aquellos relatos orales que contaba a su hermano y a él. Se cuela también en el libro, la sociedad represiva y autoritaria de los años sesenta y setenta, con la predominancia del Régimen dictatorial y la connivencia de la Iglesia. Un ejercicio de memoria valiente, sincero y comprometido.

Mientras estamos muertos © José Ovejero, 2022

Colección Voces / Literatura 331

© Editorial Páginas de Espuma, 2022

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