En el libro, Natalia plasma las memorias en torno a su vida alrededor de su familia, allegados y amigos; desde el punto de vista de su personal mirada.
De ella misma nos ofrece menos información, si bien muy apreciable para acercarnos a la autora, sus ideas y sentimientos.
Adquieren verdadero protagonismo en el libro sus padres y hermanos. La magnética figura de su padre de origen judío, científico y profesor, amante de la montaña; sobresale por encima del resto de personajes:
“Llamaba «palurdez» a cada acto o gesto nuestro que juzgaba fuera de tono. «¡No seáis palurdos! ¡No hagáis palurdeces!», nos gritaba continuamente. La gama de las palurdeces era muy amplia. Llamaba «palurdez» a ir con zapatos de ciudad a las excursiones al monte, a entablar conversación, en el tren o por la calle, con un compañero de viaje o con un transeúnte, a hablar con los vecinos desde la ventana, a quitarse los zapatos en el salón y calentarse los pies en el radiador, a quejarse de sed, de cansancio o de rozaduras en los pies durante las excursiones al monte y a llevar a ellas comidas grasientas y servilletas para limpiarse los dedos.”
Nos sigue ofreciendo detalles de su padre Giuseppe:
“Mi padre admiraba y apreciaba el socialismo, Inglaterra, las novelas de Zola, la fundación Rockefeller, la montaña y los guías del valle de Aosta.”
“Mi padre dedicó toda su vida a la investigación científica, profesión que no le proporcionaba dinero.”
Su madre Lidia, de carácter optimista, es el pilar de la unión familiar, además de proteger en momentos difíciles a Natalia; aquí nos traza unas pinceladas de ella:
“Mi madre amaba el socialismo, la poesía de Paul Verlaine y la música, sobre todo Lohengrin, que nos solía cantar después de cenar.”
“Mi madre era milanesa, pero de origen triestino.”
Recuerda Ginzburg el placer de contar historias de su madre:
“A mi madre le alegraba contar historias, porque amaba el placer de narrar. Comenzaba a contar algo en la mesa dirigiéndose a uno de nosotros, y tanto si contaba algo de la familia de mi padre como de la suya, ponía mucha pasión y siempre era como si relatase aquella historia por vez primera a oyentes que no la conocían.”
Nos cuenta en torno a los hermanos. En el momento de escribir el libro, viven alejados unos de otros, pero les unen recuerdos comunes; plasmados en frases recurrentes del pasado:
“Somos cinco hermanos. Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos los unos de los otros, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia, nos basta con decir: «No hemos venido a Bérgamo a hacer campamento» o «¿A qué apesta el ácido sulfhídrico?», para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud, unidas indisolublemente a aquellas frases, a aquellas palabras.”
De ahí viene el título de la obra, un “léxico familiar”; común a la unidad de la familia:
“Esas frases son la base de nuestra unidad familiar, que subsistirá mientras permanezcamos en el mundo, recreándose y resucitando en los puntos más diversos de la tierra.”
Vivía con ellos la criada Natalina:
“Natalina trataba a mi madre de una forma áspera, sarcástica y nada servil. Pero, sin embargo, las dos se querían tiernamente.”
Recuerda las peleas de sus hermanos Mario, el mayor y Alberto; y la intervención violenta de su padre:
“Alberto y Mario ya eran dos chicos mayores y fortísimos que, cuando se peleaban a puñetazos, se hacían daño y acababan con las narices sangrando, los labios hinchados y la ropa rota. «¡Se están matando! —gritaba mi madre—. ¡Beppino, ven, se están matando!», gritaba, llamando a mi padre. La intervención de mi padre era tan violenta como todos sus actos. Se arrojaba en medio de aquellos dos que, agarrados, se pegaban, y les abofeteaba. Yo era pequeña, y recuerdo con terror a aquellos tres hombres luchando salvajemente. Los motivos por los que Alberto y Mario se pegaban eran insignificantes (lo mismo que los motivos por los que explotaban las cóleras de mi padre)”
El hijo predilecto de su padre, era su hermano Gino; cuenta Natalia:
“Mi hermano Gino era su predilecto, pues le daba gusto en todo: le interesaba la historia natural, coleccionaba insectos, cristales y minerales, y además, era muy estudioso. Más tarde se matriculó en ingeniería, y cuando volvía a casa después de algún examen diciendo que había sacado un diez, mi padre le preguntaba: «¿Cómo es que has sacado un diez? ¿Cómo no has sacado diez y matrícula de honor?».”
Su hermana Paola se casa con el amigo de su hermano Gino, Adriano Olivetti (Su padre era el dueño de la fábrica de máquinas Olivetti ); sus padres al igual que su hijo, eran modestos, no hacían ostentación alguna.
Se hicieron muy amigos de sus padres y dieron trabajo a Gino.
Dado su origen judío, por las leyes raciales tuvo que dejar la presidencia de la fábrica en 1938 en manos de su hijo Adriano; gracias a que la madre era cristiana y su conversión al catolicismo para poder conservarla.
Durante la ocupación alemana, apoyaron al “Comité de Liberación Nacional” y a la Resistencia. Oculto en una casa de campesinos, Camilo Olivetti fallece en 1943
Duros tiempos de fascismo y guerra. Los hermanos estaban muy comprometidos. Mario fue apresado, pero pudo escapar a Suiza y posteriormente a Francia.
Su padre, por su origen judío, perdió la cátedra. Lo invitaron a dar clases en Lieja y allí permaneció dos años.
Los momentos más dolorosos se producen en las tristes circunstancias que acontecieron al intelectual Leone Ginzburg; con el que casó Natalia. Nacido en Rusia en una familia judía, se trasladó a Turín a temprana edad.
Posteriormente en el excelente libro: “Pequeñas Virtudes”, en el ensayo sobre los Abruzzos, hablará en torno a su estancia allí; en su confinamiento al que se vieron obligados por Mussolini.
Natalia y Leone Ginzburg, dom. público
Aquí también nos relata los tristes acontecimientos:
“Cuando nació mi hija Alessandra, mi madre se quedó bastante tiempo con nosotros. No le apetecía marcharse. Era el verano del 43. Se confiaba en un próximo final de la guerra. Fue una temporada serena, y también los últimos meses que Leone y yo pasamos juntos. Al final mi madre se marchó, y fui a acompañarla hasta Aquila, y mientras esperábamos el autobús en la plaza tuve la sensación de estar preparándome para una larga separación. Tenía la confusa sensación de que nunca más la volvería a ver.”
Y prosigue:
“Luego llegó el armisticio: la breve exaltación y el delirio del armisticio. Y a continuación, dos días después, los alemanes. Por la carretera corrían camiones alemanes, y las colinas y el pueblo estaban llenos de soldados. Había soldados en el hotel, en la terraza, bajo la parra y en la cocina.” “Me marché del pueblo el 1 de noviembre. Había recibido una carta de Leone —traída en mano por una persona que vino de Roma—, en la cual me decía que abandonara el pueblo inmediatamente, porque allí era difícil esconderse y los alemanes nos identificarían y nos llevarían a otra parte.”
Para concluir:
“Al llegar a Roma respiré, y pensé que comenzaría una época feliz para nosotros. No tenía motivos para pensarlo, pero lo hice. Teníamos un alojamiento en los alrededores de la plaza Bologna. Leone dirigía un periódico clandestino y estaba siempre fuera de casa. Lo detuvieron a los veinte días de nuestra llegada y no lo vi nunca más.”
Comenzó a trabajar en la editorial Einaudi, de la que era cofundador su marido. Allí trabajaban Balbo, que acabó siendo su mejor amigo y Cesare Pavese, al que dedica otro emotivo ensayo en “Pequeñas Virtudes”.
Aquí, en diferentes momentos nos habla de
Pavese. En su muerte, relata:
“Pavese se suicidó un verano, cuando ninguno de nosotros estaba en Turín. Había preparado y calculado las circunstancias de su muerte como alguien que prepara y dispone el transcurso de un paseo o de una velada. No le gustaba que hubiera nada imprevisto o casual en sus paseos y en sus veladas.”
“Había hablado durante años de suicidarse. Jamás le creyó nadie. Cuando los alemanes invadieron Francia y venía a vernos a Leone y a mí comiendo cerezas, ya hablaba de ello. Pero no por Francia, no por los alemanes, no por la guerra que avanzaba hacia Italia. La guerra le producía miedo, pero no lo bastante como para suicidarse por su causa. Sin embargo siguió temiéndola incluso cuando ya hacía tiempo que había finalizado, lo mismo que todos nosotros.”Y finaliza con estas demoledoras palabras:
“En el fondo no tenía ninguna causa real para suicidarse. Pero compuso varios motivos y calculó su suma con una precisión fulminante, y los volvió a componer y volvió a ver, asintiendo con su sonrisa maligna, que el resultado era idéntico y por lo tanto exacto. Pensó incluso más allá de su vida, en nuestros días futuros, consideró cómo se comportaría la gente ante sus libros y su memoria. Observó más allá de la muerte, como los que aman la vida y no saben separarse de ella y que, aun pensando en la muerte, van imaginando no la muerte, sino la vida. Sin embargo él no amaba la vida, y aquel mirar suyo más allá de su propia muerte no era amor por la vida, sino un preparado cálculo de circunstancias, para que nada, ni siquiera después de muerto, pudiese cogerlo por sorpresa.” Natalia, se vuelve a casar; nos relata:
“Yo vivía aún en Turín, pero iba a Roma con frecuencia y me disponía a vivir allí definitivamente. Me había vuelto a casar y mi marido daba clases en Roma. Buscábamos una casa; dentro de poco llevaría a los niños y nos instalaríamos en Roma para siempre.”La obra ofrece mucho más. Al principio del libro, nos anima a leerlo como si de una novela se tratase. Está escrito con la
inteligencia y agilidad narrativa característica de
Natalia Ginzburg; con muchos puntos en común con el imprescindible libro de ensayos:
“Pequeñas Virtudes”, editado por
Acantilado.
Natalia manifiesta no entender la música, a pesar de que a su madre gustaba mucho; los llevaba a conciertos y cantaba en casa tanto piezas populares, como fragmentos de ópera:
“Cuando mi madre cantaba, todos la escuchábamos con la boca abierta. Una vez alguien preguntó a Gino si conocía las obras de Wagner. «Sí, naturalmente —dijo—, el Lohengrin se lo he oído cantar a mi madre.»
Richard Wagner: Lohengrin – Vorspiel 3. Akt und “Wedding March”
Hungarian National Philharmonic Orchestra and Choir, conducted by Janos Kovacs in Palace of Arts Budapest