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Rafael Manrique “Locura y literatura” El desvelo

Rafael Manrique es un psiquiatra y ensayista que, en este fascinante libro, explora la conexión entre la literatura y la locura desde su experiencia profesional y su pasión por la literatura. Su estudio se enfoca en la literatura como un vehículo que ofrece tanto placer como conocimiento, aunque también puede implicar riesgos y desencadenar trastornos mentales. Asimismo, investiga cómo la locura puede inspirar obras literarias en determinadas circunstancias y cómo, a su vez, la literatura puede inducir estados de locura. Su análisis invita a una profunda reflexión sobre las complejas interacciones entre la mente humana y la creación literaria.

El autor trata de desmitificar la idea de que dentro de la locura se puede crear literatura: “Una tesis de este libro es que las locuras sólo producen literatura cuando se escriben desde la cordura”. Sin embargo, reconoce que las adversidades de la vida, especialmente aquellas relacionadas con problemas mentales, pueden facilitar la creación literaria en determinadas circunstancias, siempre y cuando se considere la calidad del escritor: “La conjunción de las dificultades de la existencia, particularmente las derivadas de los problemas mentales, y naturalmente el talento literario, constituye una buena base para crear buenos textos”.

Es la poesía el género literario que mejor refleja la relación entre locura y literatura: “La literatura y las locuras se ocupan de lo mismo, se realimentan mutuamente: el conflicto, la contradicción, el sufrimiento y la decepción, surgen de la vida, de la muerte. Del deseo, del amor, del fracaso. Tal vez en la poesía todo esto se exprese con mayor claridad y firmeza. Por eso en ella encontramos evidentes relaciones con la locura”. En este contexto, el autor se centra en Leopoldo María Panero, quien transita entre la cordura y la locura, utilizando esta dualidad para crear sus poemas. Sin embargo, Manrique también recuerda las reflexiones del psiquiatra y escritor vienés Viktor Frankl, autor de “El hombre en busca de sentido”, quien, a pesar de haber enfrentado circunstancias extremas en los campos de concentración: “afirmaba que la psicosis jamás será productiva por sí misma”.

Para sintetizar su fundamento esencial, las obras literarias deben originarse en momentos de total lucidez, a pesar de las dificultades y sufrimientos que el escritor pueda enfrentar: “La literatura es obra de la consciencia, de la curiosidad, del anhelo, del trabajo, del deseo y del sufrimiento si se quiere, pero no de una mente rota por la psicosis. Una leyenda sin ninguna base”.

El autor analiza en diversos apartados la conexión entre la locura y la literatura, identificando a aquellos escritores que han experimentado episodios de locura y a quienes han retratado esta condición de manera aguda y veraz. Entre los primeros, se encuentra Esmé Weijun Wang, quien narra su experiencia tras haber superado su locura, mientras que Dostoievsky refleja su sufrimiento mental constante, resultado de una epilepsia severa que afectó su psique, lo que se evidencia en obras como “Memorias del subsuelo”, con un claro enfoque biográfico.

En el grupo de autores que describen la locura, Manrique menciona a Gógol, cuyas obras “Diario de un loco” y “Almas muertas” presentan personajes con trastornos psíquicos, posiblemente anticipando su propia experiencia de perturbaciones mentales que lo llevaron a una intensa religiosidad, abandonando la escritura y destruyendo sus obras. Manrique sostiene que a pesar de que Colette llevó una vida libertina, exagerada y libre, no estuvo loca en ningún momento, plasmando importantes obras como “Lo Puro y lo impuro”. Al igual que Colette, Proust no estaba loco. Enfermizo y extravagante creó la inmortal “En busca del tiempo perdido”: “No estaba loco y razones no le faltaron, pero precisamente toda esa colección de rarezas, utilizadas con libertad y talento, produjeron uno de los textos más fascinantes que se puedan leer”. Se acerca el autor a Melville: “Melville no estaba loco, aunque se mostraba irritable debido al alcohol”. El célebre personaje que concibió en “Bartleby el escribiente”, del cual esta Página debe mucho, desconcierta a cualquier lector: “Bartleby refleja la futilidad de todas las cosas”. Subrayo este extraordinario apunte por parte del ensayista: “Un escritor que no estaba loco crea un personaje tampoco loco y entre los dos nos enloquecen como le ocurre al desolado director de su oficina”. De manera similar, se puede hablar de Gatsby de Fitzgerald, un personaje “al que tampoco podemos conocer y comprender pero que resulta atractivo y demoledor”.

De acuerdo con las afirmaciones de Rafael, el libro incluye un segmento en el que subraya que la locura es únicamente una metáfora literaria, a diferencia de la psicosis, que no lo es. Utiliza a Ezra Pound y James Joyce como ejemplos, argumentando que aunque eran considerados locos, en realidad no padecían de locura, sino que simplemente se apartaban de las normas sociales convencionales. Según el autor, la locura “Es un concepto poético, o una metáfora usada para describir la valoración social que se aplicaba a conductas fuera de la norma”. Manrique se detiene en la historia y nos explica que durante los siglos XV al XVII, se sancionaban la herejía y la brujería, utilizando comúnmente el término locos para referirse a los acusados. De la misma manera los Estados autoritarios encerraban a los opositores al régimen, tildándolos de locos.

Si el término locura no establecido como enfermedad, mantiene un vínculo poético con la literatura, la psicosis no, salvo en momentos de tregua de la enfermedad: “No se puede establecer una conexión directa entre las enfermedades mentales y la creación literaria. Es cierto que habrá personas con talento que, en algunos momentos, puedan aprovechar sus síntomas para escribir o como material literario, pero la mayoría quedarán destrozadas por la enfermedad”. Pero según el autor se suele vincular frecuentemente con lo literario por falta de reflexión. Un caso curioso es el de Fernando Pessoa y sus heterónimos, con los que llegaba a identificarse: “Pessoa era un hombre introvertido, solitario y con abundantes rarezas. Cabe pensar que su personalidad estaba bastante alterada. Se interesó por el ocultismo, la astrología y los horóscopos. En muchos momentos de su vida se halló desasosegado, claramente deprimido y bebiendo en exceso… No estaba loco en el sentido de una psicosis como las ya mencionadas”.

El ensayista sostiene que el concepto de enfermedad mental es incorrecto, debido a que es esencial reconocer que la mente se vincula con la dinámica del cuerpo y la sofisticada organización del cerebro: “… puesto que la mente no enferma… La mente es un emergente de nuestro cuerpo en general y de la compleja construcción de nuestro cerebro en particular”. Oliver Sacks fusiona la medicina con la literatura, revelando fascinantes relatos clínicos. Jean Martin Charcot y Sigmund Freud presentaron ejemplos significativos que establecen una conexión entre la mente y el cuerpo, vinculándola Freud, en determinados casos, con las represiones sexuales. En el caso de la esquizofrenia, para el autor es “Difícil de conjugar con una actividad creativa y sistemática como es la literatura”. Será, por tanto, dentro de la cordura donde se da forma a las obras literarias. Nos ilustra con el caso de Leonora Carrington, la cual desde su niñez, enfrentó serias dificultades en sus relaciones interpersonales, las cuales se vieron intensificadas por una violación cometida por un grupo de soldados. Esta experiencia traumática la llevó a experimentar inestabilidad mental, lo que resultó en que su padre decidiera internarla en un psiquiátrico. Allí, fue considerada una persona fuera de lo convencional y sometida a tratamientos que hoy se considerarían inusuales. Logró escapar y se estableció en México, donde desarrolló una carrera de gran prestigio, aunque su vivencia en el psiquiátrico la afectó profundamente a lo largo de su vida. El caso de Leonora contrasta con Dalí, mientras Leonora estableció un vínculo directo con la locura, Dalí, a pesar de sus extravagancias, no.

Un aspecto fascinante del libro es la peculiar conexión entre la creación literaria, el sufrimiento y la psicosis: “La creación literaria, el sufrimiento psicológico y las alteraciones mentales forman una compleja y extraña familia que constituye un crisol del que pueden surgir valiosas obras literarias”. Al hilo de esta reflexión el autor se detiene en diversos escritores. En Foster Wallace, autor que “padecía alteraciones depresivas de naturaleza en ocasiones psicótica”. Wallace interrumpió su tratamiento debido al cansancio, lo que provocó un deterioro significativo en su estado. Al intentar reiniciar el tratamiento, no logró obtener los resultados esperados y, lamentablemente, decidió quitarse la vida. Distinto es el caso de Stefan Zweig: “Estamos ante un suicidio por un conflicto existencial frente a un suicidio por una psicosis maniaco depresiva. Muy diferentes en su concepción y en su abordaje intelectual y clínico”. También se refiere a Emily Dickinson, diferente a los dos autores anteriores. Vivía recluida con apenas contacto social, además de ser bastante extravagante. Pero su conducta no presentaba relación psicótica: “Las alteraciones no procedían de una psicosis ni de un conflicto con una realidad desoladora. Parece que estamos ante una singular y desadaptada forma de estar en el mundo”.

En un apartado, el autor se detiene en Olga Tokarczuk y Dino Buzatti y, tras recorrer varias obras de ambos, subraya: “Los universos que describen Tokarczuk y Buzatti son bizarros, surrealistas y melancólicos. Podemos ver en ellos personalidades y conductas que parecen alejadas de la realidad, les perjudican y les alejan de los demás y de las relaciones amorosas. Pero ni los personajes, y mucho menos los autores, están locos”.

El autor saca a la luz escritores particulares como Fernando Arrabal, autor extravagante y alcohólico “pero no un loco con la mente extraviada”. “Las alteraciones mentales no plenamente psicóticas pueden resultar muy creativas. Suponen estar viviendo en territorio fronterizo. Peligroso, ansiógeno y estimulante”. En este contexto, menciona también a Cormac McCarthy con su “Trilogía de la Frontera”.

Analiza la situación de Sylvia Plath y, en cierta medida, coincido en que su tenacidad ha sido valorada, quizás en mayor medida, que su obra literaria. Es indudable que su prosa presenta deficiencias, ya que, si consideramos “La campana de cristal”, obra de considerable éxito, muestra ciertas imperfecciones; no obstante, Sylvia Plath consiguió crear destacadas composiciones en el campo de la poesía. El autor sostiene: “Plath es un ejemplo del vivir entre lo neurótico y lo psicótico y que por algún tiempo le permitió escribir; aunque también pueda ser cierto que es valorada en mayor medida por su capacidad y coraje para vivir en ese interjuego de límites entre psicosis y cordura que por su calidad literaria”. Manrique no nombra a Anne Sexton (Ver monográfico), pero su caso mantiene similitudes con el de Sylvia Plath. Casos particularmente distintos serían los de Anna Kavan (ver aquí) y Janet Frame (ver aquí), tal como indico en mi artículo sobre esta última: “Anna y Janet cambian su nombre para dificultar su localización y para romper con un pasado de experiencias traumáticas. Ambas mantienen una relación muy complicada con sus padres. Por último, las dos son diagnosticadas erróneamente como enfermas mentales”.

Estas autoras no son tratadas por Manrique, lo cual es comprensible pues el abanico es amplio, pero sí en cambio nos habla de Virginia Woolf, a la que el autor diferencia de Emily Dickinson, en el sentido de que Woolf “cruzó el umbral que separa una alteración de una psicosis varias veces, y volvió otras tantas a una situación de normalidad. Gracias a su enorme talento literario pudo aprovechar esas idas y venidas entre la cordura y la locura”.

Visita la figura de Antonin Artaud, un caso extremo: “En este autor los límites entre la cordura y la psicosis se traspasan una y otra vez, por lo que la mayor parte de su vida transcurrió en un estado mental gravemente delirante”. Manrique no nombra a Unica Zürn (ver aquí), pero su caso, quizás en menor medida, se encontraría cercano al de Artaud. En su vida adulta, Unica sufrió episodios psicóticos severos, lo que la llevó a ingresar y salir de hospitales psiquiátricos hasta su trágico suicidio.

Discute el autor el tópico de la utilidad de las drogas en la creación literaria. El hachís y el opio utilizados por Baudelaire y Thomas de Quincey, con menor intensidad de efecto que el potente LSD, que no parece que pudiera ser aplicable en la escritura literaria, si acaso en en otras artes: “Al tratarse de una droga fuertemente sensorial e invasiva es más fácil que influya en artistas sensoriales: músicos y pintores. Menor impacto produce en actividades reflexivas y de larga duración como es la literatura”. A continuación, se centra en William Burroughs, un autor que exploró diversas sustancias en su obra. En “El almuerzo desnudo” plasma experiencias con la droga, además de constituirse en una crítica de la sociedad norteamericana. Tuvo otras obras de difícil comprensión, debido a estar escritas bajo los efectos de la droga. Repasa Manrique otros autores que describían experiencias con las drogas como Ernst Junger y Thomas Coraghessan.

Subrayo: “Toda literatura surge desde cierto desequilibrio, desde cierta insatisfacción o trastorno psicológico”. En este punto, el autor se centra en Albert Camus, para indicarnos que su caso entra más dentro del ámbito sociológico que psiquiátrico: “Su interés por el sufrimiento, el aislamiento, la fatalidad y la muerte están maravillosamente expresados en El extranjero o La peste”. En el mismo sentido, Friedrich Dürrenmat: “se rebela en sus obras contra la injusticia y la alienación… Realiza una crítica surgida de su propia experiencia y reflexión”.

Aborda el autor el deseo: “El deseo nunca es moral y correcto. Se trata de algo amoral y total, la moderación y el realismo vienen despues… cuando vienen”. Asociado al deseo: “La insatisfacción, el conflicto y la contradicción constituyen alteraciones de la forma de vivir, de la personalidad. Locuras menores si las comparamos con otras que también hacen la existencia difícil”. Ettore Schmitz, conocido como Ítalo Svevo, es el autor que se menciona aquí, quien: “tuvo una vida acomodada e insatisfactoria”. Menciona su obra excepcional “La conciencia de Zeno”: “Una obra introspectiva, reflexiva y muy influenciada por el psicoanálisis”.

Diferente sería el caso de Philip K. Dick, quien tuvo siempre en el recuerdo a una hermana gemela fallecida a las cinco semanas: “Desde corta edad tuvo visiones perturbadoras, inteligentes y muy coloristas. Temía enloquecer y convertirse en un esquizofrénico”.

“Muchas obras literarias expresan las derivas crueles del deseo”. Incluye el ensayista a Karen Blixen con sus memorias “Lejos de África”. Revisa a Karin Boye (Ver monográfico), proveniente también de familia culta y acomodada pero con una compleja relación con su madre, lo que le ocasionó síntomas de psicosis depresiva, culminando en su suicidio.

Repasa la figura del Marqués de Sade, que se entregó plenamente a sus deseos y a diversos excesos, lo que lo condujo a experimentar encarcelamientos y estancias en instituciones psiquiátricas. Muy explícito y crítico en sus escritos: “Su pornografía, esto es, su escritura del cuerpo y con el cuerpo, suponía una crítica feroz a una sociedad subyugada por la hipocresía y la violencia”.

Observar el infierno puede ser literario, vivirlo no, es un sugerente apartado en el que Manrique nos lo ilustra con la figura de Dante y su “Divina comedia”. A pesar de los problemas que atravesó en su vida, con condenas y exilio: “No por ello se puede establecer un paralelismo entre su vida y su visita al infierno literario creado por él”. Celine, por su parte, tuvo una “relación más directa entre vida infernal y creación literaria”, como subraya Manrique. Es el escritor francés más traducido por su “Viaje al fin de la noche”. Tachado de colaboracionista con la Gestapo en la Segunda Guerra Mundial y hecho prisionero. Abandonó Francia más tarde y fue amnistiado en 1951, por lo que pudo regresar, trabajando de médico rural hasta su muerte. En este apartado incluye a Alda Merini y su relato “La otra verdad”, en la que relata sus experiencias en un manicomio: “Se adentró y alejó del trastorno maniacodepresivo repetidas veces a lo largo de su historia”. Lo mismo puede decirse de William Styron, relatando sus experiencias e internamiento en un centro psiquiátrico en “Esa oscuridad visible”. Habitó en el infierno de la locura, pero como dice el autor: “una vez recuperado lo describió con lucidez y eficacia”.

Rafael dirige su atención hacia Yumiko Kurabashi, señalando que “escribe con tanta libertad que sus textos parecen provenir de su inconsciente liberado”, y también hacia Rimbaud, quien incursionó primero en la poesía para posteriormente abandonar la escritura y vivir una vida aventurera: “Se pude decir que su vida transcurrió como él deseaba. ¿No es eso la felicidad? Se dedicó a la literatura durante el tiempo que no le era posible cumplir sus deseos. Cuando decía vivir como deseaba, la abandonó. Fue su decisión consciente, aunque para una mentalidad burguesa esa vida resultara absolutamente rechazable”. Se le trató de loco sin serlo.

Se detiene el autor en Elfriede Jelinek, una escritora que adquirió mayor visibilidad gracias a la adaptación al cine de su obra “La pianista”. Autora exigente “Su propósito es luchar a través de la literatura contra cualquier clase de autoridad y denunciar los abusos de poder en nuestra sociedad”. La literatura para Elfriede se torna balsámica tal como nos lo sugiere Rafael: “No sé si la literatura le satisface, pero le libra de la locura”.

Dentro del apartado Emocionalidad contra racionalidad, el autor analiza la obra de Miguel de Unamuno “Del sentimiento trágico de la vida”, la cual apenas se puede encuadrar en un género: “Se asemeja a una confidencia, una queja, una herida, a la expresión de una tristeza profunda casi cósmica”. Igualmente nos ilustra Manrique con Alejandra Pizarnik, escritora con una compleja personalidad y obra: “Su poesía no resulta fácil ni complaciente. La mezcla entre felicidad infantil y presencia de la muerte es dura y eficaz”.

No es necesario detallar cada sección del libro, ya que lo presentado ofrece una representación adecuada de su contenido. El análisis de Manrique se caracteriza por su profesionalismo, atención al detalle y dedicación. En todo momento, el texto se mantiene accesible, lo que nos facilita la inmersión en un tema tan complejo como lo es la conexión existente entre la locura y la literatura. A medida que profundizamos en dicha relación, también adquirimos un mayor entendimiento de las particularidades y obras de un buen número de autores. En conclusión, el trabajo de Rafael Manrique no solo esclarece la interacción entre la literatura y la locura, sino que también amplía nuestro conocimiento sobre escritores que se adentraron en la locura, que salieron de ella o que simplemente lograron describirla de manera auténtica. Su enfoque detallado y apasionado convierte la lectura en una experiencia tanto informativa como envolvente.

Rafael Manrique “Locura y literatura”

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