la felicidad de los pececillos 1

Simon Leys “Le Bonheur Des Petits Poisons” (2008) Libro, “La Felicidad De Los Pececillos: Cartas Desde Las Antípodas”, Ed. Acantilado, 2011

En “La Felicidad de los pececillos”, Simon Leys, pseudónimo del escritor belga Pierre Ryckmans; plantea una serie de ensayos con reflexiones y citas de diversos autores en torno a diferentes temas; preferentemente dentro del ámbito literario, filosófico y artístico.

Simon habla en torno a la distinta manera de ver las lecturas, las obras artísticas, la vida; entre la adolescencia y la madurez:

“De adolescentes, nos quedamos prendados desordenadamente de obras maestras y de falsos valores. Con los años, se hace una selección, y se descubren paulatinamente las maravillas más profundas y más secretas que primeramente se habían ignorado.”

En un ensayo recrimina sobre el traslado continuo de cuadros de Museos a exposiciones. Le ha ocurrido ir a algún Museo para observar un cuadro determinado y ver que queda el hueco por su traslado a alguna exposición.

Nos cuenta de Leonardo Da Vinci, cuando trabajaba en “La Última cena” ; el prior de Santa Maria Delle Grazzie, pide al duque de Sforza que apremie al artista, ya que se toma su tiempo en la realización de la obra y Da Vinci sabiamente responde:

“«A menudo los hombres de genio hacen mucho más cuanto menos actúan, pues tienen que meditar acerca de sus invenciones y madurar en su espíritu las ideas perfectas que expresarán posteriormente reproduciéndolas con sus manos».”

Los ensayos se suceden sobre literatos: Evelyn Waugh y la excelente adaptación televisiva de “Retorno a Brideshead” que está viendo en Dvd. En torno A Rilke, a Patrick O’Brian, del que cuenta que nunca ha navegado, a pesar de tanto escrito en torno a temas marineros. Chejov y los cuentos o Somerset Maugham.

La preparación sobre un ensayo en torno a Conrad, del que nos aporta ciertas claves.

El bloqueo del escritor, nombra el caso de Hemingway, que acabó suicidándose ante su incapacidad creadora.

De los géneros literarios expone:

“Las distinciones de géneros —novelas e historia, prosa y poesía, ficción y ensayo— son convencionales y no existen más que para la comodidad de los bibliotecarios. Los novelistas son los historiadores del presente, los historiadores son los novelistas del pasado, y todo escrito que presente cierta calidad literaria aspira esencialmente a ser poema.

Interesante es lo que nos cuenta del filósofo Schopenhauer, que pedía no perder tiempo en lecturas prescindibles:

“«El arte de no leer es muy importante. Éste consiste en no interesarse en todo cuanto llama la atención del gran público en un momento dado. Cuando todo el mundo habla de cierta obra, recordad que todo aquel que escribe para los imbéciles no dejará de tener nunca lectores. Para leer buenos libros, la condición previa es no perder el tiempo en leer cosas malas, pues la vida es corta».”

En el ensayo “El Imperio de lo feo”, habla del respeto a la naturaleza de culturas ancestrales: cómo los indios de la costa del Pacífico y los maoríes de Nueva Zelanda, piden perdón al árbol que cortan para fabricar la piragua; en una ceremonia. En cambio en nuestra cultura, supuestamente más culta; su vecino corta un árbol que da sombra y cobija las aves, sin remordimiento alguno.

Hay ensayos sobre el tabaco, la cultura China, o lo que poseemos: le han robado pertenencias queridas y reflexiona que sólo deberíamos poseer con despreocupación lo que tenemos.

Aforismos, como los irónicos:

“FE La gente que va a rezar para propiciar la lluvia raramente se provee de impermeables.”

“LAS MÁS ALTAS INTELIGENCIAS no dicen menos tonterías que el común de los mortales; simplemente, lo hacen con más autoridad.”

Volviendo nuevamente al jugoso ensayo “El Imperio de lo feo”, surge en la radio del Café, la música de Mozart:

“Estaba escribiendo en un café; como a muchos perezosos, me gusta sentir la animación en torno a mí cuando se supone que trabajo, lo que me produce una ilusión de actividad. Por eso el ruido de las conversaciones no me molestaba, ni siquiera la radio que bramaba en un rincón; había vomitado ininterrumpidamente durante toda la mañana melodías de moda, cotizaciones de Bolsa, música de fondo, resultados deportivos, una charla sobre la fiebre aftosa de los bovinos, de nuevo melodías, y todo ese batiburrillo auditivo manaba como agua caliente que se escapa de un grifo mal cerrado. ¡De pronto, milagro! Por una razón inexplicable, esta vulgar rutina radiofónica dio paso sin solución de continuidad a una música sublime: los primeros compases del quinteto para clarinete de Mozart se enseñorearon de nuestro pequeño espacio con serena autoridad, transformando ese café en una antesala del Paraíso. Pero no se puede decir que los otros clientes, ocupados hasta ese momento en charlar, jugar a las cartas o leer la prensa, fuesen sordos: al oír aquellos acentos celestiales, se miraron estupefactos. Pero su desazón no duró más de unos segundos: para alivio de todos, se levantó resueltamente uno de ellos, fue a girar el mando de la radio y cambió de emisora, restableciendo así una oleada de ruido más familiar y tranquilizador, que cada uno pudo ignorar de nuevo tranquilamente.

En ese momento se me impuso una evidencia que no me ha abandonado jamás desde entonces: los verdaderos filisteos no son una gente incapaz de reconocer la belleza, pues claro que la reconocen y muy bien, la detectan al instante, y con un olfato tan infalible como el del esteta más sutil, pero es para poder caer inmediatamente sobre ella con el fin de ahogarla antes de que pueda entrar en su universal imperio de la fealdad. Pues la ignorancia, el oscurantismo, el mal gusto o la estupidez no son fruto de simples carencias, sino de otras tantas fuerzas activas, que se afirman furiosamente a la menor oportunidad, y no toleran ninguna excepción a su tiranía. El talento inspirado siempre es un insulto a la mediocridad. Y si esto es cierto en el orden estético, aún lo es más en el moral. Más que la belleza artística, la belleza moral parece tener el don de exasperar a nuestra triste especie. La necesidad de rebajarlo todo a nuestro miserable nivel, de mancillar, burlarse y degradar todo cuanto nos domina por su esplendor es probablemente uno de los rasgos más desoladores de la naturaleza humana.” 

Mozart “Quinteto para clarinete, 581”

Annelien van Wauwe, clarinete
Boris Brovstyn, violín
Nikita Boriso-Glebsky, violín
Lise Berthaud, viola
Maximilian Hornung, chelo

Fuente de Imagen Simon Leys: https://www.lexpress.fr/culture/livre/

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