William Carlos Williams fue un escritor mayormente vinculado al género poético. Por otra parte, ejerció la medicina como sustento principal.
En este 2021, Fulgencio Pimentel, rescata al autor en su faceta narrativa como escritor de relatos cortos vinculados a su oficio de doctor.
Cabe recordar grandes escritores que fueron también médicos. Me vienen a la mente entre otros, Conan Doyle, Mijaíl Bulgákov y Antón Chéjov. Pero observo una diferencia principal en William respecto a los anteriormente citados; ellos se sirvieron de la medicina para introducir rasgos en sus textos de ficción. Los relatos de nuestro autor, contrariamente, conforman la propia realidad atestiguada por él.
Los relatos de William generalmente se centran en determinados pacientes que acuden a su consulta y en los tratados en los avisos recibidos para acudir a sus domicilios.
En “Mente y cuerpo”, una mujer de mediana edad acude a la consulta de William con dolores inespecíficos. Es muy habladora, indica que le gusta charlar. Nuestro doctor (autor) es paciente. Nos destaca antecedentes de su familia con desequilibrios psíquicos. Rescato el siguiente fragmento:
“Si lo estoy cansando, dígamelo. Ya puede usted perdonarme, me siento mejor después de hablar. Tengo que soltárselo todo a alguien. No creo en lo de ser buena, en guardarse las cosas. Usted no es demasiado bueno, ¿verdad que no? Me cansa la gente así. ¿Y los mártires? Esos son unos pervertidos. Los detesto».
William Carlos Williams “Los Relatos de Médicos” Fulgencio Pimentel 2021 – En lo sucesivo las citas se referirán al mismo autor y libro-.
En “El uso de la fuerza” el doctor mantiene un pulso con una niña que se niega a la exploración de su boca. Sobresalen esos miedos que todos tuvimos (y aún tenemos) a los médicos en edad infantil:
“Un último asalto irracional y me impuse sobre el cuello y la mandíbula de la niña. Hundí entonces el enorme cucharón de metal detrás de sus dientes, llegando al fondo de su garganta, hasta provocarle arcadas. Y ahí estaban ambas amígdalas, cubiertas por una membrana. Con cuánto arrojo había luchado para ocultarme su secreto. Llevaba escondiendo esa garganta inflamada al menos tres días, mintiendo a sus padres solo para evitar un desenlace como este.
Ahora sí que estaba enfadada. Hasta ahora se había limitado a defenderse, pero había llegado el momento de pasar al ataque. Intentó zafarse del regazo de su padre y lanzarse sobre mí. Lágrimas de derrota empañaban sus ojos».
En el relato “La chica con la cara llena de granos” se cuela la picaresca y la adicción al alcohol de una madre, pero quien centra el texto es una resuelta muchacha de quince años por la que William siente fascinación:
“La muchacha a cargo de la casa me provocaba algo que me gustaba. No era más que una niña, pero nadie le iba a dar gato por liebre. Aunque lo realmente pasmoso frente a ella era aquella ausencia del pútrido hedor de la mentira. No era un exceso de audacia. Solo verdad».
“Una noche de junio” es el encuentro de un pasado primerizo como médico y el presente con la misma paciente, Angelina. Es también, la celebración de una amistad duradera entre el médico y la paciente:
“En aquel entonces yo era un hombre joven, lleno de información y ternura. Sería su primer hijo. Ella vivía a la vuelta de la esquina de su domicilio actual, en una habitación ubicada justo encima del almacén que regentaba un anciano.
Fue un parto difícil, con fórceps, y perdimos al bebé. Lo digo con rabia. Aunque sin enfermera, sin anestesista y sin apenas agua caliente, quizá no debería cargar yo con todas las culpas. Fui lo bastante capaz como para no hacerlo aún peor. Pero también gané una amiga y encontré algo más, una cierta admiración, una especie de amor por la mujer. Ayudé a traer al mundo a todos los hijos de Angelina. Esta sería la octava vez que la asistía, en su noveno parto».
En el mismo relato, en el presente de un William a las puertas de la vejez, se produce una reflexión sobre la pomposidad de los modos médicos en contraposición con la humildad que se debiera adoptar:
“Luego me quedé dormido y en la duermevela empecé a discutir conmigo mismo —o con algún imaginario poder— acerca de ciencia y humanidad. Estas maneras tan exageradas nuestras de hacer las cosas deberían bajarse un poco del carro, me dije. Hemos aprendido de un maestro e ignorado al otro. Ahora que soy viejo, me veo descubriendo la vieja escuela».
Los pacientes de William suelen ser de entornos humildes. Muchos son inmigrantes. “Nobleza antigua”, es un relato delicioso sobre una modesta pareja de ancianos italianos:
“Era un hombre encantador. Una criatura dulce y bondadosa, casi tan grande como la casa, con una larga cabellera completamente blanca y un grueso bigote también blanco. Cada uno de sus movimientos revelaba una especie de nobleza antigua. Por fin, dijo unas cuantas palabras como para hacerme entender que lamentaba no hablar inglés y volvió a señalar el piso de arriba».
Tras la atención a la mujer, el anciano da las gracias y se disculpa por su imposibilidad de pago a William, “Logré entender que me daba las gracias por las molestias y que lamentaba no tener dinero y esto y aquello.”
El relato atestigua la experiencia imborrable, no exenta de humor, que quedó en nuestro autor compartiendo rapé con el anciano:
“Tras aspirar el polvo por uno de los generosos orificios de su nariz y luego por el otro, volvió a tenderme la caja, en una de las secuencias galantes más refinadas en las que nunca había tomado parte.
Y así, compartí su rapé imitándolo lo mejor que pude. Durante un minuto o dos, la cosa casi acaba conmigo; no podía parar de estornudar. Supongo que me apliqué al asunto con más entusiasmo de la cuenta. Al final, con lágrimas en los ojos, sentí aún al anciano allí, sonriéndome, una experiencia de un género que, con toda probabilidad, no volverá a obsequiarme la vida sobre esta esfera mundana».
William tiene un recuerdo para un colega anciano en “El viejo doctor Rivers”. En él nos recuerda los tiempos de ejercicio médico. Un texto donde William destaca la cercanía, naturalidad y humanidad de trato del médico:
“Así era como trabajaba…
Adelante, Jerry, invitándolo a pasar con la palma extendida, ¿Cómo estás, viejo curdas?
Por el amor de Dios, doctor, no me venga con esas, estoy muy mal.
¿Quién está mal? Anda, echa un trago de la jarra. Casi siempre tenía una jarra detrás del escritorio. ¿Te ha mordido un perro?
Míreme el dichoso cuello, doctor. ¡Jesús! Pero ¿Qué demonios le pasa? ¡Despacio, le digo!
A callar, hibernio. No eres más que un cagón.
Por Dios santo, doctor, déjeme en paz.
¿Qué te pasa? ¿Te he hecho algo?
Oiga, doctor, ¿No me va a poner algo ahí?
¿Dónde? Deja esos pantalones quietos. Y siéntate. Agárrate de mis brazos. Y no los sueltes hasta que yo termine o soy capaz de partirte en dos.
¡Ah! ¡Ah! ¡Jesús, María y José! ¿Qué me está haciendo, doctor?
Me parece que tienes un tajo en la garganta, Jerry. Anda, bébete esto. Y acuéstate allá un rato. No pensaba que fueras un gallina.
¡Cómo! ¿Qué me acueste? ¿Para qué? ¿Me toma por una damisela? ¡Vaya! ¿No tiene un poco más de ese licor? Oiga, usted es un buen tipo, doctor, un buen tipo. ¿Cuánto le debo?
No hace falta, Jerry. Tráelo la próxima semana.
Bueno, me quita un peso de encima».
Lamentablemente las adicciones hicieron mella en el doctor Rivers, pero William refleja la admiración de la gente por él:
“Al final la droga le pasó factura, claro. Empezó a equivocarse, y ya en sus últimos años cometía errores lamentables. Pero esa etapa quedó marcada por la extraña idolatría que a veces arrastra a las gentes hacia alguien por el mero peligro que evoca su nombre. Lo revelaba el modo en que muchos —no todos— seguían aferrándose a Rivers, quizá con más fervor cuanto más bajo caía».
“La práctica médica (de la autobiografía)” es uno de los relatos más personales. Es una meditación del autor en torno a su oficio médico. Nada más comenzar el texto, expone el autor lo que ha supuesto el ejercicio de la medicina, otorgando mayor importancia al trato directo con el paciente que a posibles beneficios pecuniarios:
“Es en el trabajo rutinario, de a diario, donde se revela la satisfacción verdadera del oficio de la medicina; es en ese millón y medio de pacientes que un hombre ha visto en visitas diarias a lo largo de los cuarenta años de días de labor y días festivos que componen su vida. Yo nunca he tenido un desempeño rentable; me hubiera resultado imposible. Pero el trato efectivo con las personas, a cualquier hora y bajo toda clase de condiciones, llegar a un entendimiento de la más íntima circunstancia de sus vidas, ya fuera cuando vinieron al mundo o cuando lo dejaron, verlos morir, verlos recuperarse cuando estuvieron enfermos, todo esto ha consumido mi vida».
En el mismo texto son muy interesante sus reflexiones sobre la compaginación de la medicina con la escritura:
“Nunca he sentido que la medicina interfiriera en mi labor como escritor. Antes bien fue mi alimento y mi bebida, la cosa misma que hizo posible la escritura. ¿No estaba yo interesado en el hombre? Pues ahí lo tenía, frente a mí. Podía tocarlo y olerlo. Era yo mismo, desnudo. El hombre tal cual, narrándose para mí en sus propios términos y sin mentira».
Incluye el libro, varios poemas aludiendo al oficio médico. Destaco, entre ellos, “Los Pobres”:
Los Pobres A fuerza de atormentarlos día tras día con amonestaciones sobre los piojos de sus hijos el médico de la escuela consiguió primero que lo odiaran. Y fue gracias a esta familiaridad que se aclimataron a él. Solo entonces por fin lo aceptaron como su amigo y consejero.
Cierra el libro, un epílogo, “Mi padre el médico”, de su hijo William Eric. Es un texto entrañable sobre su padre. Lo recuerda desde niño dedicado casi exclusivamente a su labor médica, contando con medios limitados:
“A menudo, una siesta rápida en el sofá del salón; después, consultas, llevadas a cabo durante cuarenta años sin ayuda de enfermera o secretaria alguna —un pequeño laboratorio anejo para realizar análisis simples de sangre y orina—, de una a tres o hasta que hubiese visto al último de los pacientes».
También rememora como de noche su padre, hurtándole horas al sueño, se dedicaba a escribir:
“Era por la noche cuando recurría a unas reservas de energía al parecer inagotables, cuando el tatuaje de su máquina de escribir producía una reconfortante nana con la que mi hermano Paul y yo dormimos y despertamos a lo largo de toda nuestra infancia».
Los relatos de William me han recordado al Joseph Roth del también imprescindible, “Años de hotel” (Ver aquí). Ambos autores parten de hechos basados en la realidad, pero ambos dotan a sus textos de una agilidad narrativa cercana a la ficción, haciendo que estos sean amenos y de calidad pero a la vez unidos al apasionante trabajo que estaban desarrollando; Roth como periodista, William, como médico.
Para terminar, valorar el rescate del libro de William como de la obra memorística de André Lorant, por la editorial Fulgencio Pimentel. Dos libros esenciales de este año.
(“The Doctor Stories” William Carlos Williams, 1932-1962)
“Los Relatos de Médicos” William Carlos Williams
Editorial Fulgencio Pimentel 2021 🔗
Colección: La Principal
Selección y Prólogo: Robert Coles
Epílogo: William Eric Williams
Traducción: Eduardo Halfon y César Sánchez
240 Páginas