Escoria de la tierra

Arthur Koestler “Escoria de la tierra”, Ladera norte

Arthur Koestler, periodista, escritor e intelectual húngaro de origen judío, fue mayormente conocido por haber publicado en 1940, “Darkness at Noon” (en España bajo el título, El cero y el infinito). La obra constituía una crítica enconada al totalitarismo estalinista. Precisamente, en una nota del escritor en, “Escoria de la tierra”, libro aquí tratado, escrito por Koestler entre enero y marzo de 1941, tras haber escapado de la Francia ocupada a Inglaterra, escribe, “Había estado afiliado siete años al Partido Comunista, del que me fui asqueado en 1938, pero aún mantenía ciertas ilusiones sobre la Rusia soviética y «la solidaridad internacional de las clases obreras como mejor garantía para la paz», que se reflejan a lo largo del libro”. En verdad, era una esperanza latente en el autor, la ayuda soviética, mientras sucedían los tristes acontecimientos que provocarían la ocupación de Francia.

En español, se editó únicamente en Argentina, tal como nos cuenta Sergio Campos Cacho en el epílogo del libro, “Las únicas ediciones en español, hasta hoy, se hicieron en Argentina: una primera de 1943 y una segunda de 1951”. En España, por tanto, en 2023, se ha publicado este valiosísimo testimonio autobiográfico, por vez primera, por la editorial independiente, Ladera Norte.

La vida de Koestler fue muy azarosa y previamente a las vicisitudes que nos cuenta en el libro, sucedidas en Francia, había tenido varios episodios rocambolescos en la Guerra Civil Española, siendo apresado el 8 de febrero de 1937 por el frente rebelde, con amenaza de fusilamiento, pero milagrosamente debido a contactos de Inglaterra, fue liberado en mayo del mismo año.

Koestler dedica el libro a los intelectuales que se suicidaron cuando Francia fue ocupada por Alemania, “A la memoria de mis colegas, los escritores desterrados de Alemania que se quitaron la vida cuando Francia cayó: WALTER BENJAMIN, CARL EINSTEIN, WALTER HASENCLEVER, IRMGARD KEUN, OTTO POHL y ERNST WEISS”.

El testimonio comienza a principios de agosto de 1939, cuando en Roquebillière, población francesa cercana a la frontera italiana, Arthur alquila una villa junto a su compañera, G. (en realidad, Daphne Hardy, escultora que permanecería unos años junto al escritor), y su Ford de 1929, al que llama cariñosamente, Theodore. La casa y el entorno alpino son perfectos para la actividad escultórica de G. y para terminar el libro que está escribiendo, precisamente, “Darkness at Noon”. Pero esa paz idílica parece ensombrecerse con la amenazante situación internacional, “Nuestra intención era quedarnos allí tres o cuatro meses, trabajar y beber vin à discrétion. Nos sentíamos muy felices. Nos mudamos a la casa a primeros de agosto de 1939, en los momentos en los que el senado títere de Danzig decidía la incorporación de la ciudad al Reich de Hitler”.

Por lo que puede comprobar Koestler, los soldados franceses que divisan esos días, no parecen estar muy mentalizados sobre su implicación en la posible guerra, campesinos en su mayor parte y en gran número, de origen italiano, “Hablamos con muchos de los soldados. Estaban cansados de la guerra antes de que comenzara. Eran campesinos, y se acercaba la época de la recolección; querían ir a casa y les importaban un comino Danzig y el Corredor. En su mayor parte, procedían de los distritos de habla italiana de la región fronteriza”.

Koestler nos describe la tranquilidad en la que viven, sus respectivas actividades, y cómo tratan de convencerse de que Hitler no podrá combatir a los soviéticos y en el oeste simultáneamente, pero a la vez intuyen que puede ser el último verano en paz, “Y, sin embargo, todo el tiempo sabíamos que era éste nuestro último verano por muchos años y tal vez para siempre”.

El 23 de agosto todo da un vuelco, al firmarse el tratado de no agresión entre Alemania y la Unión Soviética. Es muy palpable la decepción de Koestler con Rusia, dando lugar a una reflexión desencantada por el viraje de los acontecimientos, “Creía en la evolución social y, aunque opuesta a los métodos de Stalin y sus discípulos, creía de modo consciente o inconsciente que Rusia era el único experimento social prometedor en este desdichado siglo. Yo mismo fui comunista durante siete años; me costó muy caro; había abandonado el Partido asqueado hacía sólo dieciocho meses. Algunos de mis amigos habían hecho lo mismo; otros todavía dudaban; muchos habían sido fusilados o encarcelados en Rusia”. Antes de este hecho, Arthur comparaba su abandono del Partido Comunista con un divorcio, donde existe un odio pero al mismo tiempo un aprecio y una ilusión latente, pero esa postura de Stalin con las huestes de Hitler, suponía una fractura total, “No hay muerte tan triste y definitiva como la muerte de una ilusión. En el primer momento, al recibir el golpe, no se sufre, pero uno comprende que pronto se iniciará el sufrimiento. Cuando leía aquella noticia de la Havas no me sentía deprimido, sino solamente excitado, aunque sabía que me sentiría hundido al día siguiente y al otro, y que esa sensación de amargura no me abandonaría en meses y tal vez en años”.

En el pueblo se producían avisos de llamada a filas. Todo el mundo estaba pendiente de la radio por una posible declaración de guerra. Nos narra Koestler la melancolía recogiendo las pertenencias y su salida prácticamente furtiva de la zona, “Pisé el acelerador y salimos de la aldea a gran velocidad, sintiéndonos desertores”. En un restaurante en el camino a París, se produce la fatal noticia de la guerra de Alemania contra Polonia, que abre unas amargas palabras del autor, todavía persistentes en el presente en el que escribe, “Fue en aquel momento —a la una de la tarde del viernes, 1 de septiembre, en Le Restaurant des Pêcheurs de Le Lavandou— cuando empezó la guerra para nosotros. En mi recuerdo, aquella hora quedó marcada con una gruesa línea negra, como la del ecuador en un mapa, que separó el hemisferio de un Pasado agradable y ligero de la era del Apocalipsis, que es todavía el Presente”.

A partir de ahí las noticias fluctúan entre la esperanza por un posible ultimátum de Francia a Italia y la desilusión, al saber que no era del todo cierto. La intención de Koestler era llegar a París, viajar hacia Londres y alistarse en el ejército. Pasando Lyon se enteran de la declaración de guerra de Gran Bretaña a Alemania.

Cuenta Koestler la llegada a su piso de París, y el comunicado de la portera de su búsqueda por la policía, además de contarle el arresto de un vecino médico de origen alemán. Su posible detención podía ser posible por su pasado comunista y sus participaciones en la Guerra Civil Española. Se presenta voluntario en la policía, pero afirman no saber nada del asunto. Trata de obtener el visado para Londres en la oficina de pasaportes británica, sin resultado, al haber sido anulados en la medianoche. La situación no se presentaba muy halagüeña para Koestler y de ahí su estado de angustia de ese tiempo, “Durante treinta noches, dormí con un maletín junto a mi cama, dispuesto a ir a la cárcel en cualquier momento. A veces soñaba que sonaba el timbre de la puerta, pero, al despertarme, me daba cuenta de que sólo eran las alarmas antiaéreas y me volvía a dormir tranquilizado”.

Tristemente, los pronósticos se cumplen y el 2 de octubre, es detenido. Se producen unas diatribas feroces del escritor contra el Estado francés. Un amigo francés, Marcel, un mecánico que creía en el socialismo lo visitó en la cárcel, para solidarizarse con él y expresarle la amarga actuación francesa, “Comenzaba explicándome que había leído la noticia de mi detención y que quería expresarme su solidaridad e indignación. Durante años, el Populaire había denunciado los campos de concentración de Hitler como una mancha en la Europa civilizada, y lo primero que había hecho Francia en la guerra con Hitler era imitar su ejemplo. Y, ¿quiénes estaban en los campos de concentración? ¿Los fascistas, tal vez? No, los milicianos españoles, los refugiados italianos y alemanes, los primeros que habían arriesgado la vida contra el fascismo. Y seguía en este tono”.

Arthur no se explicaba la actuación del gobierno francés. Él y tantos como él se hubieran ofrecido como voluntarios del ejercito francés si hubieran sido humanamente tratados. El título del libro nace de estas palabras, “Ahora nos habíamos convertido en la escoria de la tierra. Pero ¿por qué? ¿Por qué esta general y desconcertante explosión de odio contra aquellos que habían sido los primeros en sufrir por causa del común enemigo y que, en su mayoría, se habían ofrecido a continuar la lucha como voluntarios en el ejército francés desde el primer día de la guerra?”.

La situación por la que atravesaba Koestler junto a tantos otros, era dolorosa y desconcertante. En ínfimas condiciones varios días en una especie de carbonera y días después conducidos al estadio de Roland Garros. Mientras tanto, el Ministerio de la Información culpando a los extranjeros de los crímenes que supuestamente habían cometido. Para Koestler su modo de actuación no difería mucho del empleado por el gobierno alemán, “Conviene tener presente que vivían en Francia unos tres millones y medio de extranjeros, casi el diez por ciento de la población. Eran un chivo expiatorio mucho mejor que el medio millón escaso de judíos de Alemania. Desde la perspectiva de la psicología de masas, es curioso ver que, a todos los fines y propósitos, la xenofobia francesa no era más que una variedad o Ersatz del antisemitismo alemán”.

En una visita de apenas cinco minutos, G. le informa de la denegación de su visado como consecuencia de su detención. Del estadio son llevados en trenes con destino desconocido hasta llegar al campo de trabajo de Le Vernet. Había sido ocupado anteriormente por milicianos españoles, pero estos habían sido evacuados debido a las escasas condiciones higiénicas. Lo constata desde el primer momento el escritor, “En Le Vernet, la gente moría por falta de atención médica; en Dachau, se le daba muerte a propósito. En Le Vernet, la mitad de los prisioneros tenía que dormir sin mantas a seis grados centígrados bajo cero; en Dachau, eran encadenados y dejados a la gélida intemperie. Este tipo de comparaciones, por la trágica ironía que encerraban, tenían un significado muy concreto para la mayor parte de nosotros. Cada uno llevábamos en la memoria un peso que colocar en el platillo del Pasado y levantar así el platillo del Presente”.

Las condiciones en las que vivían en el campo, descritas por Koestler, eran horribles, tenían que compartir cinco ocupantes un pequeño compartimento y para dormir, sólo lo podían hacer de costado, las comidas eran vomitivas (Koestler afirmaba que peor que en las cárceles de Franco), realizaban trabajos forzosos en pésimas condiciones, los castigos se sucedían por cualquier pretexto, con ocho días de calabozo, cuyas primeras veinticuatro horas se pasaban sin agua ni alimentos y los tres días siguientes a pan y agua, “Aquella tortura diaria y prosaica nos transformó al cabo de unas semanas en despojos apáticos con el rostro macilento y la mirada vacía. Cuando llegó el invierno, la falta de ropas adecuadas y de grasas en la alimentación hizo que nos derrumbáramos uno tras otro. No había un solo hombre en nuestro escuadrón que no hubiera estado varios días en el hospital”.

El campo estaba dividido en secciones, la A para extranjeros con antecedentes delictivos, la B, con antecedentes políticos y la C, en la que se encontraba el escritor, para sospechosos. Describe Koestler las diferentes rutinas establecidas en el campo, los sobornos para conseguir tabaco y comida, los diferentes encargados más o menos duros, las epidemias, la amistad que había establecido con el periodista y político italiano, Mario (en realidad Leo Valiani), y con el poeta húngaro, Tàmas. El barracón alemán era el que mejor condiciones tenía. El peor tratado era el llamado de los leprosos, los brigadistas, “Estos ciento cincuenta hombres del barracón de los leprosos eran los restos de las Brigadas Internacionales, las que fueron un día el orgullo del movimiento revolucionario europeo, la vanguardia de la izquierda”. Koestler arremete contra el poder al que un día sirvieron los brigadistas, contra Rusia y el Partido Comunista. Fueron desechados una vez cumplido su cometido, nos dice.

La única esperanza que tenían los prisioneros era la posible liberación, la cual afortunadamente llegó a Koestler, lo cuenta, no sin cierto rubor, por haber sido uno de los primeros liberados, “La primera persona que fue puesta en libertad después del grupo de los italianos fascistas fui yo. Casi me da vergüenza decirlo; mi excusa fue que era la única persona en el campo que, a pesar de no ser ciudadano británico, tenía algún apoyo de Gran Bretaña. Pocos días antes de que me fuera de Le Vernet, el Völkischer Beobachter publicó un artículo sobre los campos de concentración franceses y preguntó irónicamente si los amigos ingleses que me sacaron de la prisión de Franco harían otro tanto ahora. Lo hicieron”.

Son emotivas las palabras sobre su amigo Mario, que permaneció en el campo y por lo que revela, maltratado y humillado en los años siguientes, “Adiós, Mario, camarada y amigo. Tenías diecinueve años cuando te metieron en la cárcel y veintiocho cuando saliste de ella. Te concedieron dos años de libertad y empleaste esos dos preciosos años a los que se redujo tu juventud en trabajar doce horas al día en la oficina destinada a proveer de documentación a los emigrados italianos y otras cuatro horas en la historia que escribías de las revoluciones de 1848. Y, cuando se acabaron esos dos años y volvieron de nuevo en tu busca, hicieron pedazos el manuscrito delante de ti e insultaron ante tus ojos a la mujer con la que vivías y que estaba embarazada de tu hijo. El niño nació mientras tú estabas todavía en París, pero no te consintieron que lo vieras. Y fue bautizado con el nombre de Roland, para conmemorar para siempre las alambradas bajo cuyo signo había venido al mundo”.

Se pusieron en libertad unos cincuenta hombres, permaneciendo dos mil encerrados en Le Vernet. Firmado el armisticio entre Francia y Alemania, Le Vernet sería entregado a la Gestapo. Para Koestler, el modo de actuar del gobierno de Francia fue denigrante, porque antes de su caída pudo haber liberado a los prisioneros, “El Gobierno francés puso a tiro a los dos mil hombres de Le Vernet, junto a las otras varias decenas de miles de perseguidos por motivos políticos y raciales, incluidos aquellos que habían servido en las filas del ejército francés, los heridos de los hospitales y sus mujeres e hijos. Desde el punto de vista jurídico, el crimen fue consumado cuando Philippe Pétain, mariscal de Francia, aceptó el párrafo 19 del tratado de armisticio —el que establece la extradición de los refugiados políticos—, mientras sus labios seniles balbucían acerca de una «honorable paz de soldados»”.

Una vez liberado Koestler, disfrutó de la libertad, pero la situación en París no había mejorado desde su ingreso en el campo de trabajo, “De nuevo en París, en enero de 1940. Después de los primeros días de glotonería y placer animales —alimentos, bebida, baños y cama—, volvió la pesadumbre paralizadora del ambiente. Nada había cambiado. El otoño anterior, Francia había llevado a cabo una formalidad diplomática al declarar el estado de guerra, y después, se había echado tranquilamente a dormir”.

El escritor necesita presentarse en la Prefectura para presentar el certificado de liberación. Las situaciones kafkianas se vuelven a repetir y se le conceden permisos de estancia temporales, desembocando en otra nueva detección, “la burocracia francesa había inventado una nueva y refinada forma de tortura, llamada le régime des sursis. Consistía en negarle a una persona la autorización para residir en Francia —refus de séjour, equivalente a una orden de expulsión— y concederle sólo un breve sursis o aplazamiento. Cada vez que el sursis expiraba, uno podía ser encarcelado o llevado a un campo de concentración. Aquel día, el Éloignement me concedió un aplazamiento de veinticuatro horas. Cuando éste expiró, me concedió cinco días. Al cabo de los cinco días, cuarenta y ocho horas. Después de eso, un mes. Y luego otra vez cuarenta y ocho horas. A continuación, una semana, luego veinticuatro horas y así sucesivamente durante unos cuatro meses, hasta que fui detenido de nuevo, cuando los alemanes se encontraban a menos de ochenta kilómetros de París”.

Previamente, Koestler había enviado el 1 de mayo a sus editores ingleses, “Darkness at Noon”, además de citarse con diversos conocidos, algunos con cierto mando, para tratar de solucionar su inestable situación. En un gesto que le honra, intentó hacer gestiones para conseguir liberar a sus amigos del campo, Mario y Tàmas, aunque sin resultado. Una vez detenido y llevado a un campo, observó mucho desorden en los oficiales y aprovechando el relevo, quizás gracias a su estado de embriaguez (había estado bebiendo de una botella de coñac escondida en el abrigo, para sobrellevar la detención), tuvo la brillante idea de mostrar al funcionario su pasaporte de extranjero no enemigo, sorprendiéndose e interrogando a Koestler, que de nuevo con sus improvisadas e ingeniosas respuestas consiguió su puesta en libertad.

A partir de ahí, Koestler nos cuenta otro tanto más de las difíciles situaciones que tuvo que afrontar, para abandonar el país rumbo a Inglaterra.

El libro es extraordinario, no tan sólo por tratarse de un testimonio único de unos sucesos históricos que tambalearon el mundo, sino principalmente por el modo en que nos lo cuenta el autor. Es evidente que Koestler es un gran escritor, y su vena periodística se aprecia en cada línea del libro. Las críticas mordaces son precisas y certeras y el desencanto por el que va atravesando es indudable, aunque no duda en emplear la ironía cuando la situación lo requiere. No hay que olvidar tampoco el momento en el que está escrito, inmediato, en el borrador que escribe en Marsella, y definitivo, antes del ataque alemán a Rusia. Sabiendo este hecho cuando se va a publicar, decide mantener tal cual sus opiniones sobre Rusia, pues no exculpa su pacto de agosto de 1939 con Alemania. Acababa de ser liberado de la prisión de Pentonville y se había alistado en los Pioneer Corps. Aprovechando ese impasse culmina el relato bajo los bombardeos alemanes. La honestidad de Koestler es ejemplar, lo muestra el hecho de su ayuda desinteresada a los compañeros en la adversidad, tal como nos muestra Sergio Campos Cacho en su valioso epílogo.

Como complemento al indispensable libro de Ladera Norte, es muy aconsejable escuchar el reportaje del programa © Documentos, de R.N.E., “Arthur Koestler, oscuridad a mediodía”. Además de aportar datos biográficos, se detiene en los períodos que pasó Koestler en España durante la Guerra Civil Española.

La imagen del archivo sonoro corresponde a Arthur Koestler, en 1969. De Eric Koch para Anefo – Nationaal Archief, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=35304960

© Título original: “Scum of the Earth”, 1941, Arthur Koestler

Título: “Escoria de la tierra”

© Intercontinental Literary Agency Ltd, 2023

Colección: Los libros de Mendel

© De la traducción original, Román A. Jiménez

© Del epílogo, Sergio Campos Cacho

© De la traducción del prefacio y de las adiciones y cambios, Verónica Puertollano, 2023

© Fotografía de cubierta, Bundesarchiv, Bild 146-1971-083-01 / Tritschler / Licencia CC-BY-SA 3.0

304 páginas

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