José Hierro
La palabra cotidiana, cargada de sentido, es la que prefiero. Para mí el poema ha de ser tan liso y claro como un espejo ante el que se sitúa el lector.
© Foto: Pedro Palazuelos
Nórdica ha editado en noviembre de 2022, una impecable biografía del poeta madrileño y querencia santanderina, José Hierro. Jesús Marchamalo se ha ocupado del texto, siendo complementado con una antología de poemas, bajo selección de Lorenzo Oliván.
Nacido en Madrid en 1922, apenas dos años después se traslada la familia a Santander por cambio de destino de su padre, empleado de Telégrafos. Allí Hierro conocerá el mar, que como bien nos revela Marchamalo, formará parte de toda su vida y obra:
Allí, Hierro descubrió el mar, y el “divino gris” de la bahía, tan importante en su vida y en su obra.
Nos desvela también el biógrafo, datos de su carácter, desde la niñez:
Era, cuentan de él, un niño tímido, reservado y de pocos amigos, pero también alegre y vivaz: le gustaba ir a la playa, nadar, y salir de acampada con los scouts. En una de ellas, en Suances, ganó el premio a la mejor paella y siempre presumió de ser un paellero consumado.
Aficionado al dibujo, la música y el teatro. Empezó a colaborar con el grupo Fábula. Comienza a leer a Rubén Darío, Villaespesa, Juan Ramón Jiménez y uno de sus escritores más admirados, Gerardo Diego.
Interrumpe el Bachillerato y se cambia a la Escuela de Industrias en la especialidad de Peritaje Electromecánico. Estudios que tuvo que abandonar por la llegada de la guerra en el 36, con 14 años cumplidos.
Cuenta Marchamalo la amistad de Hierro con el poeta, pintor y dibujante, José Luis Hidalgo. Ambos, en 1938 acudieron a un acto de Gerardo Diego. Hablaron con el poeta para entregarle y a la vez que les diera opinión sobre sus respectivos poemas. Los citó, semanas más tarde, pero solo pudo acudir Hierro, porque Hidalgo estaba movilizado. Pepe le llevó como regalo unos cuadernillos suyos y de Hidalgo. Días después se los devolvió el maestro:
Por un malentendido, Gerardo Diego —pensó que se trataba de un préstamo— le devolvió pocas semanas después el cuadernillo cuando Hierro fue a visitarle para recabar su opinión. Y Hierro, apenas un muchacho todavía tampoco se atrevió a decirle que se trataba de un regalo y aceptó, tímido y azorado, que se lo devolviera. El cuaderno, finalmente, se extravió.
Las consecuencias de la Guerra Civil se comienzan a sentir en la familia con la encarcelación de Joaquín Hierro, padre del autor y afiliado a Izquierda Republicana. Estuvo preso más de cuatro años y fue liberado en 1941, enfermo.
La familia, para subsistir tuvo que vender muebles, joyas e incluso libros. José tuvo que empezar a trabajar de peón cilindrador en una fábrica.
El 3 de septiembre de 1939, José es encarcelado acusado de actividades subversivas y trasladado en varias ocasiones a distintos centros del país. Vio como fusilaban a compañeros, lo que dejará una huella indeleble en el poeta. Fue puesto en libertad el 1 de enero de 1944, llegando a Santander pocos días antes de fallecer su padre.
En Santander el clima está enrarecido y su amigo José Luis Hidalgo, desde Valencia, le convence para cambiar de aires. Viaja en 1944 con poco equipaje y una concertina:
En la cárcel había aprendido solfeo con un compañero de celda, y la música sería decisiva en su vida y en su producción poética. De hecho, hablaba de letra y música cuando se refería a su poesía, y afirmaba que la música, siempre, era anterior a la letra.
Se instala en la misma pensión que su amigo Hidalgo. Allí conoció a Jorge Campos, Berlanga y al pintor Ricardo Zamorano, que después se casaría con su hermana Isabel.
Para subsistir y pagar la pensión trabajaba en todo lo que le iba saliendo:
Fue palero, repartidor de leña a domicilio, comisionista para la venta de libros y redactor de biografías para una enciclopedia que le pagaba de forma irregular a razón de una peseta el folio —trescientos al mes escritos a máquina con dos dedos (eran todas sus habilidades mecanográficas)—, y un bocadillo diario de tortilla.
Regresó a Santander en 1946. Trabajó como listero en la empresa Monova y después, en un taller de fundición en Maliaño.
Contactó con el grupo Proel y en la editorial publicó en 1947 su primer libro: Tierra sin nosotros. Entre los poemas que recoge Lorenzo Oliván, incluye Llegada al mar, donde aparece como tema central, su querido mar, como simbolismo y paisaje.
Llegada al mar “Tierra sin nosotros” (1947)
Cuando salí de ti, a mí mismo
me prometí que volvería.
Y he vuelto. Quiebro con mis piernas
tu serena cristalería.
Es como ahondar en los principios,
como embriagarse con la vida,
como sentir crecer muy hondo
un árbol de hojas amarillas
y enloquecer con el sabor
de sus frutas más encendidas.
Como sentirse con las manos
en flor, palpando la alegría.
Como escuchar el grave acorde
de la resaca y de la brisa.
Cuando salí de ti, a mí mismo
me prometí que volvería.
Era en otoño, y en otoño
llego, otra vez, a tus orillas.
(De entre tus ondas el otoño
nace más bello cada día).
Y ahora que yo pensaba en ti
constantemente, que creía...
(Las montañas que te rodean
tienen hogueras encendidas).
Y ahora que yo quería hablarte,
saturarme de tu alegría...
(Eres un pájaro de niebla
que picotea mis mejillas).
Y ahora que yo quería darte
toda mi sangre, que quería...
(Qué bello, mar, morir en ti
cuando no pueda con mi vida).
Unos meses más tarde entrega el poeta su segundo poemario, Alegría, con el que ganaría el prestigioso premio Adonáis.
En alguna entrevista, José Hierro consideraba el Adonáis su premio más querido, a pesar de haber obtenido galardones tan importantes como el Príncipe de Asturias o el Cervantes.
Fe de vida “Alegría” (1947)
Sé que el invierno está aquí,
detrás de esa puerta. Sé
que si ahora saliese fuera
lo hallaría todo muerto,
luchando por renacer.
Sé que si busco una rama
no la encontraré.
Sé que si busco una mano
que me salve del olvido
no la encontraré.
Sé que si busco al que fui
no lo encontraré.
Pero estoy aquí. Me muevo,
vivo. Me llamo José
Hierro. Alegría. (Alegría
que está caída a mis pies).
Nada en orden.
Todo roto, a punto de ya no ser.
Pero toco la alegría,
porque aunque todo esté muerto
yo aún estoy vivo y lo sé.
Pero desgraciadamente también fallece su gran amigo, José Luis Hidalgo. Hierro le visitó a menudo cuando estaba ingresado en el hospital. Junto a él, ordenó sus poemas e intentó publicarlos con ayuda de los amigos de José Luis, en vida; pero la edición no llegó a tiempo, publicándose póstumamente bajo el título de Los muertos.
Recorre Marchamalo la faceta de dibujante del poeta:
Dibujaba flores, marinas, árboles y retratos —con frecuencia también autorretratos— y en las comidas o cenas con amigos, se ensimismaba pintando en las servilletas y en los manteles de papel que, generoso, regalaba después a los contertulios.
Esta faceta suya de dibujante, la desarrollaría en los sesenta, en la Editora Nacional. En ella pasó de oficinista a corrector, después a maquetador y diseñador de cubiertas; donde diseñó la suya del Libro de las alucinaciones o la del libro de Francisco Umbral, Tamouré.
En 1949 se casa con María Ángeles Torres. Descubre Marchamalo una anécdota del día anterior a la boda de José. Perdió el tren en Torrelavega y tuvo que tomar prestada una bicicleta para alcanzarlo sin resuello en el apeadero de Barreda.
Nace su primer hijo el mismo año, Juan Ramón, en honor al poeta. Pepe mantenía con él una amigable relación epistolar. En 1951 nació Margarita; en 1953, Marián y ya en Madrid, en 1960, Joaquín.
Trabaja como redactor Jefe en la revista Tierras del Norte y por mediación de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, impartirá cursos y seminarios, además de clases prácticas como ayudante, a extranjeros. Organiza exposiciones en la Casa Proel y publica con la editorial Proel su tercer libro, Con las piedras, con el viento, en 1950.
[No quiero que desgranes…] “Con las piedras, con el viento” (1950)
No quiero que desgranes tu pasado en mis manos,
porque sólo el presente ofrece carne viva.
Sería recordar, sentir dolores de otros
doliendo en nuestras vidas.
Serenidad. Se siente el otoño en el alma
caer, con la tristeza de su razón cumplida.
A qué mirar adentro, a la espalda, pensar
en la luz que declina.
Quisiera preguntarte; pero yo me someto.
Contengo la pregunta con la mano en la herida.
No quiero que desgranes tu pasado, que tornes
a lo que no se olvida.
Hierro se ha forjado un prestigio, pero su pasado republicano no se olvida en Santander y despierta recelos de las instituciones afines al Régimen. Por tal motivo y una propuesta de trabajo, se traslada a Madrid en 1952. En 1953 publica La quinta del 42 en Editora Nacional. También le invitan a formar parte del jurado del premio Adonáis, consiguiendo el premio un joven de 18 años de nombre, Claudio Rodríguez, con la obra, El don de la ebriedad. Pablo Beltrán publica una antología de Hierro y consigue en diciembre del mismo año, el Premio Nacional de Poesía.
El Libro “Quinta Del 42” (1952)
Irás naciendo poco
a poco, día a día.
Como todas las cosas
que hablan hondo, será
tu palabra sencilla.
A veces no sabrán
qué dices. No te pidan
luz. Mejor en la sombra
amor se comunica.
Así, incansablemente,
hila que te hila.
Una de las costumbres de José Hierro, nos desvela Marchamalo que era escribir en los bares, tanto de Santander, el Trueba o Los Ríos, como de Madrid, donde solía frecuentar La Moderna.
Le ponían, sin preguntar, un chinchón seco un poco aguado, en copa, y se encendía un pitillo. Escribía a mano, en cuadernos o lo que era más frecuente, en hojas sueltas en las que tachaba y corregía de manera enfermiza. Tanto, tan reiteradamente que vivía la incómoda certeza de que terminaría deforestando Europa con sus versos.
Esa era otra cualidad de la escritura de José Hierro, la lentitud debida a la continua corrección de los textos, donde podían transcurrir años para entregar versiones definitivas.
Tenía varios empleos. Por la mañana, en la Editora Nacional, por las tardes en el CSIC. A partir de 1968 en la promoción del Reader’s Digest, con Luis Rosales y Fernando Quiñones, y en la revista Dunia de redactor jefe. A mediados de los sesenta también inició relación con Radio Nacional de España, en programas culturales. Colaboraba también en periódicos y revistas. Dirigía el Aula Poética del Ateneo. Daba conferencias y recitales de poesía en España y el extranjero.
En 1955 publica Estatuas yacentes y en el 57, Cuanto sé de mí, que ganó el Premio de la Crítica y el Premio Juan March.
Lo efímero “Cuanto sé de mí” (1957)
No me digáis que considere el día
sólo como una ola de lo eterno.
Vendavales vendrán, por el invierno,
que me derrumbarán lo que erigía.
Serenidad me vestirá. Armonía
será mi casa. Exhausto ya tu cuerno,
Fortuna, he de escribir en mi cuaderno:
«Era ilusión tras de lo que corría».
«Razón teníais», os diré. Yo tuve
sinrazones. Fui libre, como nube
que cualquier viento leve la cautiva.
Hablé con vivos y con muertos. Luego,
conmigo y con mi Dios. Decid: «Va ciego».
Pero dejadme, por favor, que viva.
En 1964, con el Libro de las alucinaciones vuelve a ganar el Premio de la Crítica.
Mundo de piedra “Libro de las alucinaciones” (1964)
Se asomó a aquellas aguas
de piedra.
Se vio inmovilizado,
hecho piedra. Se vio
rodeado de aquellos
que fueron carne suya,
que ya eran piedra yerta.
Fue como si las horas,
ya piedra, aún recordaran
un estremecimiento.
La piedra no sonaba.
Nunca más sonaría.
No podía siquiera
recordar los sonidos,
acariciar, guardar,
consolar…
Se asomó al borde mudo
de aquel mundo de piedra.
Movió sus manos y gritó de espanto.
Y aquel sueño de piedra
no palpitó. La voz
no resonó en aquel
relámpago de piedra.
Fue imposible acercarse
a la espuma de piedra,
a los cuerpos de piedra
helada. Fue imposible
darles calor y amor.
Reflejado en la piedra
rozó con sus pestañas
aquellos otros cuerpos.
Con sus pestañas, lo único
vivo entre tanta muerte,
rozó el mundo de piedra.
El prodigio debía
realizarse. La vida
estallaría ahora,
libertaría seres,
aguas, nubes, de piedra.
Esperó, como un árbol
su primavera, como
un corazón su amor.
Allí sigue esperando.
Compró una pequeña casa de campo en Titulcia, cerca de Madrid. La llamó Nayagua, por la escasez de agua de la zona, que consiguió al final con un pozo de 25 metros. Plantó diferentes especies y acabó siendo un vergel. Invitaba allí a escritores, pintores y compañeros. También plantó un viñedo y en los años ochenta comenzó a embotellar vino con la etiqueta de Nayagua, para obsequiar a los amigos.
Fue un contumaz fumador. A lo largo del tiempo comenzó a padecer problemas respiratorios y a pesar de las advertencias médicas y de su mujer, Lines; seguía fumando a escondidas, incluso cuando tuvo que llevar una bombona de oxígeno en los últimos años.
Se hace eco Jesús del gran recitador que era José Hierro, levantando olas de entusiasmo entre los oyentes:
Porque la emoción de su lectura, su voz rutilante, la expresividad de sus manos, con las que parecía marcar el compás a una orquesta imaginaria, hacía que la emoción del poema prevaleciera, incluso sin que el público asistente alcanzara a entender exactamente lo que significaba.
Se publica en 1991, Agenda, una selección de poemas repartidos en diferentes publicaciones. Habían transcurrido veintisiete años sin publicar, salvo alguna antología.
La casa “Agenda” (1991)
Esta casa no es la que era.
En esta casa había antes
lagartijas, jarras, erizos,
pintores, nubes, madreselvas,
olas plegadas, amapolas,
humo de hogueras...
Esta casa
no es la que era. Fue una caja
de guitarra. Nunca se habló
de fibromas, de porvenires,
de pasados, de lejanías.
Nunca pulsó nadie el bordón
del grave acento: «nos queremos,
te quiero, me quieres, nos quieren...»
No podíamos ser solemnes,
pues qué hubieran pensado entonces
el gato, con su traje verde,
el galápago, el ratón blanco,
el girasol acromegálico...
Esta casa no es la que era.
Ha empezado a andar, paso a paso.
Va abandonándonos sin prisa.
Si hubiera ardido en pompa, todos,
correríamos a salvarnos.
Pero así, nos da tiempo a todo:
a recoger cosas que ahora
advertimos que no existían;
a decirnos adiós, corteses;
a recorrer, indiferentes,
las paredes que tosen, donde
proyectó su sombra la adelfa,
sombra y ceniza de los días.
Esta casa estuvo primero
varada en una playa. Luego,
puso proa a azules más hondos.
Cantaba la tripulación.
Nada podían contra ella
las horas y los vendavales.
Pero ahora se disuelve, como
un terrón de azúcar en agua.
Qué pensará el gato feudal
al saber que no tiene alma;
y los ajos, qué pensarán
el domingo los ajos, qué
pensarán el barril de orujo,
el tomillo, el cantueso, cuando
se miren al espejo y vean
su cara cubierta de arrugas.
Qué pensarán cuando se sepan
olvidados de quienes fueron
la prueba de su juventud,
el signo de su eternidad,
el pararrayos de la muerte.
Esta casa no es la que era.
Compasivamente, en la noche,
sigue acunándonos.
Vive una época en la que la concesión de premios se suceden, destacando el Premio Príncipe de Asturias en 1981, el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 1995 y el Premio Cervantes, en 1998.
De 1998 también es “Cuaderno de Nueva York”, su último libro de poemas y consigue con él, el Premio de la Crítica y el Nacional de Poesía. El libro obtuvo un volumen de ventas impensables para lo acostumbrado en poesía: más de veinte mil ejemplares el primer año y doce ediciones en los años siguientes.
En son de despedida “Cuaderno de Nueva York” (1998)
No vine sólo por decirte
(aunque también) que no volveré nunca,
y que nunca podré olvidarte.
Emprendo la tarea
(imposible, si es que algo hay imposible)
de racionalizar, interpretar, reconstruir y desandar
aquellas fábulas y hechizos
que gracias a ti fueron realidad.
Recupero los pasos iniciados a la orilla del río
y que desembocaban en “Kiss Bar” (aunque no estoy
seguro
dónde estaba el principio y dónde el fin).
Estoy cansado, muy cansado.
Don Antonio Machado dijo hace más de sesenta años
«Soy viejo porque tengo más de setenta años,
que es mucha edad para un español».
(Sin comentarios).
He vivido días radiantes
gracias a ti. Entre mis dedos se escurrían
cristalinas las horas, agua pura. Benditas sean.
Fue un tercer grado carcelario:
regresas a la cárcel por la noche,
por el día ―espejismo― te sientes libre, libre, libre.
Nadie pudo, ni puede, ni podrá por los siglos de los siglos
arrebatarme tanta felicidad.
Yo no he venido ―te lo dije―
para decirte adiós. Sé que no me echarás de menos,
y eso que yo soñaba ser todo para ti
como tú lo eres todo para mí.
¡Ay vanidad de vanidades y todo vanidad!
No te importuno más (ni siquiera sé si me escuchas).
Bebo el último whisky en el «Kiss Bar»,
la última margarita en “Santa Fe”,
rodeo luego la ciudad y su muralla de agua
en la que ya no queda nada que fue mío.
Desisto de adentrarme en su recinto,
no tengo fuerzas para celebrar
la melancólica liturgia de la separación
Sólo deseo ya dormir, dormir,
tal vez soñar…
Comenzó el libro en 1991, en una estancia en Nueva York, en casa del profesor José Olivio Jiménez, profesor de universidad especializado en poesía española de posguerra y, como Hierro, gran fumador. A él le dedicará el libro.
Encontró un bar donde escribir, el Santa Fe:
En Nueva York, Hierro paseaba por sus calles, se dejaba seducir por el bullicio, la luz, la arquitectura y se buscó un bar para escribir: el Santa Fe, un semisótano con un único ventanal a la calle en la 73 West 71st Street, donde empezó a tomar las primeras notas de lo que acabaría siendo uno de los libros mayores de la poesía española contemporánea: “He comenzado unos poemas sobre Nueva York —declaró a un periodista cuando le preguntó en qué estaba trabajando—. Ya sé que es un tópico, pero a mí me da igual”.
Regresaría a Nueva York repetidas veces con estancias largas.
Es su obra culmen. El libro presenta el amor como tema dominante pero bajo el prisma de la vejez, de la enfermedad, y con la conciencia del paso del tiempo. Tiene a su vez, algunas referencias al alcohol. Hierro era consciente de estar viviendo su última etapa, acosado por el deterioro físico creciente.
Cierra el libro, el sentido poema, Vida, dedicado a su nieta Paula:
El libro se cierra con un soneto, “Vida”, uno de los más hermosos, inolvidables y emocionantes de la poesía española, que dedicó a su nieta Paula Romero. Aunque alguna vez ha aclarado que no fue en realidad un regalo, sino que lo ganó en una apuesta con su abuelo.
Nos cuenta Marchamalo que Hierro había prometido a su nieta un poema si se portaba bien en un acto público, en Cantabria. La niña apenas se movió y al acabar el acto le dijo a su abuelo:
Güelu, he sido buenísima, así que “Vida” es mío”. Y así fue.
Vida “Cuaderno de Nueva York” (1998)
A Paula Romero
Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.
Grito “¡Todo!”, y el eco dice “¡Nada!”.
Grito “¡Nada!”, y el eco dice “¡Todo!”.
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.
No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)
Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.
Lo eligieron Académico en 1999. Se lo habían propuesto varias veces pero rehusó porque decía no sentirse preparado. Ante la insistencia, por fin accedió.
Desgraciadamente —nos cuenta el biógrafo—, sus últimos años de vida fueron un catálogo de enfermedades e ingresos en hospitales, hasta su fallecimiento final:
Murió el 21 de diciembre de 2002 a las dos y media de la tarde, en brazos de sus nietas Paula y Tacha, que estaban con él en la habitación del hospital Carlos III donde había ingresado días antes, aquejado de una crisis respiratoria.
Fue enterrado en el Panteón de ilustres del cementerio de Ciriego, en Santander. La otra parte de las cenizas se tiraron al mar desde un balandro. Emocionado, Jesús concluye:
Ese mar suyo del norte, “norte de amor” en sus propias palabras, a veces placidez, otras rugido y rumor desatado bajo el plomizo azul, esa daga de luz en la bahía.
La edición de Nórdica es excelente. Perfectamente maquetada, incluyendo documentos, fotografías y dibujos de José Hierro. La calidad de papel es superior, con páginas en distintas tonalidades. Si a esto añadimos un texto claro con el acostumbrado buen hacer de Jesús Marchamalo —centrándose en los puntos principales de la vida del poeta—; más una antología esencial por parte de Lorenzo Oliván, tenemos una joya que atesorar en la biblioteca.
Sí hecho en falta en la antología, unas breves notas orientativas introduciendo cada libro de poemas. Lorenzo Oliván se ha limitado a seleccionar los poemas de cada libro de José Hierro, para incluirlos en la obra —que están muy bien seleccionados, eso es indudable—; pero ya digo, que unas notas de una o dos caras en cada poemario, no hubieran engordado mucho más la obra y hubieran aportado ese grado de calidad que esta esmerada edición merecía. Pequeñas salvedades aparte, es un libro que conviene tener cerca en la estantería para disfrutar con frecuencia.
Marchamalo deja clara en el libro la vinculación de José Hierro con la música. Aunque el poeta afirmaba sentirse frustrado porque le hubiera gustado ser un buen músico, en sus textos poéticos refleja su gusto por la música, no ya observada en el ritmo —musical— que emplea en los poemas, sino también por la propia alusión a sus preferencias musicales: en el poema siguiente de “Cuaderno de Nueva York”, su predilección por Schubert y su Quinteto en do mayor.
Adagio para Franz Schubert “Cuaderno de Nueva York” (1998)
(Quinteto en Do mayor)
A Paca Aguirre
I
Apenas vaho sobre el cristal
con ademanes de ceniza, con estelas de niebla,
señala el mayordomo el lugar reservado
a cada uno de los comensales,
y susurra sus nombres con sílabas de ráfaga.
Franz —todos— bebe copas, copas, copas
de un oro ajado, de un resplandor marchito,
una luz madurada en otras tierras
diluidas en la memoria.
¿Dónde estarán los compañeros que no ve?
Acaso fueron arrastrados por las aguas de Heráclito
hasta donde el ocaso se remansa y languidece.
Han cesado las risas. Las palabras son ascuas.
Todo es en este instante
desolación, herrumbre, acabamiento.
Huele a manzanas y a membrillos
demasiado maduros.
A través del ojo de buey
Franz contempla los días
que se aproximan navegando.
La ciudad que lo espera le saluda
con sus brazos alzados a las nubes,
enfundados en terciopelo gris.
Paralizado, congelado, el tiempo
va adquiriendo la pátina de estar atardeciendo
otoñándose sobre el mar,
sobre la muerte, sobre el amor, sobre la música
que se libera, misteriosamente,
de nadie sabe qué prisiones.
II
Esta música lleva mucha muerte dentro.
El amor lleva dentro mucha música,
mucho mar, mucha muerte.
La muerte es un amor que habla con el silencio.
El amor una melodía hija del mar y de la muerte:
asciende, gira, enlaza el cuerpo, lo encadena
hasta asfixiarlo despiadadamente.
III
La nave fantasmal —pero real— navega
sobre al amor, sobre la muerte
(también sobre el olvido),
y glisa sobre el arpa de las olas,
navega sobre el agua como el laúd sobre la música
(y es que música y mar tienen el mismo origen).
Este mar lleva dentro mucha música
mucho amor, mucha muerte.
Y también mucha vida
IV
…Y también mucha vida.
No sólo la que testimonia
el hervor de los brazos blanquísimos de las olas
al otro lado del cristal —solar, lunar— del camarote,
sino la que agoniza en el lado de acá.
Abanicos de plumas y de oro empiezan a girar.
Giran y giran cada vez más vertiginosamente
—acelerando, siempre acelerando—
absorbidos, cautivos, reclamados por bocas abisales,
fraques azules, grises, rumor de besos y batir de alas,
ojos ennoblecidos por las lágrimas,
labios besados hondamente, que por eso
tienen más vida que quitar,
y el giro, el giro, el vértigo del vals,
el del polaco tísico
que escuchaba en la Valldemosa invernal
golpear insistente sobre el suelo la gota de agua.
El vals futuro, felicidad florida
de la dinastía risueña de los vieneses
resucitados cada 1 de enero en los televisores,
supervivientes de un imperio feliz e injusto
que ya no puede ser.
Son absorbidos, chupados, esclavizados
por lo hondo tenebroso. En el embudo
caen y desaparecen gorjeos de las aves
de los bosques de Viena, huéspedes de las ramas
húmedas de los tilos y los abedules,
aroma de grosellas y frambuesas,
de fresas y de arándanos: todos aprisionados
en las redes de escarcha del otoño.
El implacable sumidero
devora tules, sedas, lámparas de luz azulada,
nubes que se suicidan arrojándose
al hueco que termina
en el corazón verde del mar,
en la hoguera sombría y helada de la nada,
en lo fatal, irreversiblemente mudo.
Los invisibles compañeros
contemplan aterrados y desamparados
ese derrumbamiento que acaba en el silencio.
V
…El silencio que surca el ataúd de caoba.
En el silencio Franz contempla, evoca ahora
a sus desvanecidos compañeros.
Con la clarividencia del moribundo
oye su despedida, sus adioses
con voces de violines, de viola, de violonchelos.
Sonaban a diamante y penumbra.
La nave —¿o ataúd?— en que Franz llega,
irremediablemente solo, cabecea sobre las ondas,
las azota su quilla con ritmo sosegado:
—chasquido, pellizcado, pizzicatto sombrío—
entre dos nadas, entre dos nuncas.
VI
…Entre dos nuncas. El recién llegado
contempla el cielo encajonado
entre dos muros, entre dos sombras, entre dos silencios,
entre dos nadas.
Sentado sobre su banco de cemento
saca de su bolsillo unos trozos de pan,
los desmiga. Da de comer a las palomas.
Quinteto de cuerdas D.956 de Franz Schubert, interpretado por The Borodin Quartet With Alexander Buzlov (cello)
José Hierro: palabras de piedra y viento es un reportaje muy recomendable de Radio Nacional de España, con intervenciones del propio poeta,
También es muy aconsejable ver esta entrevista a José Hierro, realizada para la Uned por Edith Checa: