Siempre es grato reencontrarse con un autor como Gonzalo Hidalgo Bayal. Un escritor discreto al que le gusta estar en un segundo plano y que acostumbra a cuidar sus textos.
Parte en el libro de los recuerdos de su etapa en el Real Colegio de San Hervacio, reflejando estampas de compañeros, profesores y empleados.
El narrador se presenta como una prolongación del autor. Pero Bayal en su originalidad aboga no por unas memorias al uso, sino que más bien establece una suerte de relatos donde entramos en un tipo de narración que bien podría confundirse con la ficción.
Generalmente el narrador no se presenta como sujeto activo (salvo en “Pluma 22”) pero sí ejerce de testigo directo y parte integrante del corpus narrado, manifestando igualmente sus impresiones en el momento presente sobre ese pasado.
En esta rememoración, indirectamente conoceremos facetas de nuestro narrador/autor, como algunos gustos lectores y otras reflexiones íntimas.
En cada relato resalta el autor una serie de circunstancias o anécdotas que quedaron más grabadas en su memoria.
Algunos relatos giran sobre compañeros queridos, como el relato “Adames” en el que la narración gira en torno a un compañero que presenta cierta tartamudez pero dotado de una magistral vena poética. El autor investiga en un tiempo presente en los catálogos de libros alguna posible publicación de su compañero. Una visión nostálgica y hasta cierto punto fatalista, atraviesa el texto de nuestro autor:
“Echo de menos, sin embargo, lo que, con perseverancia, aquel Adames hubiera escrito, lo que hubiera seguido escribiendo, lo que pudiera estar escribiendo ahora, en estos tiempos de aflicción e incertidumbre, en los que no queda ya lugar alguno ni para la esperanza ni tan siquiera para el porvenir”.
Gonzalo Hidalgo Bayal (“Hervaciana” Tusquets 2021) – Las sucesivas citas se referirán al mismo – .
Conocemos en el mismo relato su gusto temprano por la poesía de Juan Ramón Jiménez y la narrativa de Faulkner:
“Como todo aquel que ha entretenido alguna vez su ocio componiendo sonetos o sacando de los alrededores discretas invenciones narrativas, yo también he declarado fervores juveniles que nunca con el tiempo han decaído: la poesía de Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, o Mientras agonizo, de William Faulkner”.
No solo laudatorios son los relatos. Tenemos también relatos reprobatorios de compañeros. En “El Signo del León” el texto gira en torno al autosuficiente, Calderón:
“Creo que nunca he sentido tanta aversión por nadie como la que sentí por Calderón los años en que compartimos pupitres, recreos y dormitorios en el Real Colegio de San Hervacio. Si hay gente que favorece siempre con agrado la vida de los demás y gente que la amarga gratuitamente a toda costa, que disfruta haciendo padecer, Calderón sería miembro numerario del segundo grupo”.
Calderón, dotado de habilidades deportivas, pero unidas a una singular arrogancia, producen en el narrador y un grupo de compañeros marcada aversión. El relato desemboca en una narración hilarante, juegos de palabras incluidos:
“¿Quién corría tras el balón? Caldera, Calderilla y Calderón. ¿Quién era el más fanfarrón? Caldera, Calderilla y Calderón. ¿Y el cabrito más cabrón? Caldera, Calderilla y Calderón. Y así sucesivamente. Quedarían después al margen balones, fanfarrones, cabritos y cabrones, y todo el repertorio consonante de la tarde, pero Caldera, Calderilla y Calderón (o solo Calderilla, con énfasis ofensivo, para abreviar) quedó fijo en el vocabulario de los damnificados y lo usamos de forma sigilosa en nuestras conversaciones, tal vez el único modo que hallamos de devolverle sorda, secreta, clandestinamente, las burlas a las que Caldera, Calderilla y Calderón nos sometía en todo momento, lugar y circunstancia”.
En otros relatos existe un sentimiento de culpa de nuestro autor sobre hechos adversos sobre compañeros, en los que de alguna forma se vio inmerso. En “Ratón de Fondo”, su compañero Pastor es el afectado. Debido a su carácter zascandil todos se apartan de él, incluido nuestro narrador:
“Nadie eligió a Pastor. Absolutamente nadie eligió a Pastor. Por eso sé (más que recuerdo) que yo tampoco lo elegí. Con un agravante doloroso: que él sí me eligió (me había elegido) a mí. Eso sí lo recuerdo, como también recuerdo la cara de desamparo y desconcierto que se le quedó cuando, terminado el recuento, se dio cuenta de que tras su nombre no había ni una sola cruz. No dijo nada, sin embargo. Hubo decepciones entre compañeros inseparables (chascos, decíamos), hubo quejas y reproches (nunca lo hubiera imaginado, creía que éramos amigos, si lo llego a saber no te escojo) y hubo también quien se ufanó de haber sido elegido por muchos. Pastor no dijo nada. Ni siquiera a mí. Supongo que era consciente de que no gozaba de mucha estima en el grupo, y no, como ya he dicho, porque cayera mal o fuera un mal bicho (que los había: malos bichos), sino por zascandil, pero también supongo que esperaba contar con algún voto, al menos, seguramente, con el mío”.
En el relato, Bayal siente la “marginación inconsciente” hacia su compañero y de algún modo evocándolo en las páginas trata de ser un “acto reparador” hacia el joven:
“Pastor se reduce a cuatro o cinco datos: nuestros juegos zascandiles, la visita de sus padres, el regocijo de sus canciones matutinas, la sentida oda al río Myrtes y el desenlace de la elección de compañeros de grupo en la que nadie lo eligió y en la que él sí escribió mi nombre. Pero lo cierto es también que nunca lo he olvidado y que estas páginas son la forma de pregonarlo”.
Los mismos sentimientos de culpa, atraviesan “La Condena”:
“Todavía hoy, al cabo de tantos años, sobre todo cuando soy testigo de alguna injusticia premeditada, más aún si me alcanza la culpa al provocarla, se me representan la cara y el abatimiento con que salió Buendía del aula la mañana en que lo acusamos de robar dinero de la mesilla de Cantalejo”.
Tiene Bayal recuerdos para frailes, generalmente para reprobar sus actitudes en aquellos tiempos autoritarios. Así en “Ut Boves Vobis”, la amistad constante entre dos compañeros inducen a un fraile a pensamientos equívocos y consiguiente represión hacia los dos chicos:
“Especialmente severo con la celada del yugo, la extraña condición de los bueyes y la obscenidad de las yuntas, fue el padre penitenciario, que hizo cuestión personal de los hábitos de la pareja, como si fuera una encomienda del altísimo, y los sometió, por tanto, a una inexorable, desaforada persecución. Otros frailes eran más comprensivos, más tolerantes, o menos propensos al fanatismo tridentino, y, aunque no les gustara nada ver ayuntados a Romero y Pelayo, tampoco esgrimieron contra ellos la saña y el furor de San Hervacio. Al padre penitenciario, en cambio, que se sentía responsable de nuestra perfección, le llevaban los demonios cada vez que los veía uncidos al yugo de la impudicia y se impuso la misión de impedirlo por todos los medios a su alcance, a costa incluso de su salud y su sosiego”.
En “La cólera de Isaías” su compañero Viñas fue el centro de la ira de otro fraile, con la connivencia del resto de frailes, hecho más gravoso todavía, remarcado por el narrador:
“Rizando el rizo de la paradoja, el dueño de la viña termina diciendo que esperaba justicia y honradez y encontró en cambio alaridos, clamor, vileza e iniquidad, que fue, sin embargo, lo que le aplicó a Viñas el padre vicario: alaridos, clamor, vileza e iniquidad. Porque, con la aquiescencia y la complicidad del resto de padres hervacianos, o al menos con su silencio, se proclamó dueño de la viña, dueño y señor de Viñas, y le hizo la vida imposible hasta extremos insoportables. Viñas, por su parte, soportó lo insoportable con entereza y heroísmo”.
Bayal tiene también un recuerdo entrañable por un empleado del colegio, en el relato “Cancerbero”:
“Un año, al empezar el curso, nos encontramos con un portero nuevo. Se llamaba Saturnino, tendría tal vez cuarenta, cuarenta y cinco años, y no hacía falta ser muy perspicaz para advertir en él notorias discapacidades. Contaron que había vivido siempre al amparo de su padre, ayudándole en la tienda de droguería y ferretería que tenía en la planta baja del mismo caserón que les servía de vivienda, y que, tras la muerte del padre (que debía de ser viudo, porque nunca dijeron nada de la madre), no había sabido valerse por sí mismo”.
En los recreos el portero Saturnino era manifiestamente feliz jugando al futbol con ellos:
“Esa fue la suerte de Saturnino: portero en la portería del campo situada al lado de su portería de oficio. Y lo cierto es que le gustó la designación, le gustó el puesto y, como no lo defendía mejor ni peor que quienes le antecedieron (al fin y al cabo lo reglamentario era tener a alguien entre los postes), siempre que las obligaciones se lo permitieron, que eran las más de las veces, se convirtió en el portero titular de la portería de su portería”.
Despedido el portero recuerda Bayal de manera nostálgica sus visitas en los recreos. Le sirve a su vez para reflexionar con cierta amargura, por la imposible recuperación de aquellos años ambivalentes en las tristezas y alegrías y el destino desconocido de todos ellos, junto al paso del tiempo:
“Pero, como todo pasa o cansa, al final también se cansó o superó la tristeza y dejó de venir y acabó el curso y nosotros nos fuimos y nunca más volvimos a saber ya de él, como tampoco volvimos a saber de la mayoría de quienes habíamos pasado allí aquellos años, tan tristes y felices como perdidos e irrecuperables”
Quizás el relato más personal de la obra sea “Pluma 22”. Es una evocación sobre un objeto querido de otros tiempos, su máquina de escribir antigua:
“Pueden pasar meses sin que surja la necesidad de tener que bajar al trastero, sea para amontonar de cualquier modo trastos que nos estorban en casa, sea para buscar algo que de pronto nos resulta urgente y no damos con ello en los sitios habituales (un destornillador de estrías, una broca, una carpeta con facturas), sea, en fin, para presumir de un viejo disco de vinilo, para comprobar un dato en un viejo libro de texto de bachillerato o en la enciclopedia que nos regaló el banco por una imposición a plazo o para ver si aún quedan azulejos como los que se están cayendo en la cocina: imprevistos nunca faltan. Y fue precisamente removiendo cajas y sobrenadando el desorden de desechos domésticos (un espejo descascarillado, un paragüero, una persiana, un triciclo, una sombrilla de playa) como reparé en mi antigua Pluma 22, la máquina de escribir con que tecleé durante años desvaríos y ocurrencias, con que trabajé de mecanógrafo a destajo, con que rendí sumiso vasallaje adolescente”.
Además de la máquina de escribir, los amores adolescentes de nuestro narrador en torno a una joven, adquieren protagonismo:
“La colaboración se prolongó durante un tiempo, la época sin duda en que más disfruté con la Pluma 22 y en que más horas pasé pulsando sus teclas para abastecer el triple frente: el tedio de los casetes, la mecanografía literaria y los textos utilitarios de Isidora. Tal saturación mecanográfica quedaba compensada con paseos, con cines, con cafeterías, con conversaciones. De Isidora, sin embargo, nunca llegué a determinar si era más ingenua que inteligente o más inteligente que ingenua o si ella misma se esmeraba en ser una combinación extraña de ingenuidad e inteligencia”.
El autor viendo ahora en la distancia aquella timidez que dificultaba sus relaciones amorosas, no deja de sentir desde la sincera confesión, una relación de amor y odio sobre aquel joven “timorato” que fue:
“Hablar de ello a estas alturas, desde la distancia de la edad, es propósito arriesgado, no por pudor, no por vergüenza, sino por la dificultad de reproducir sin patetismo léxico, con sintaxis objetiva y verbo justo, al cabo de tantos años y adscrito al desencanto, los sentimientos de un joven de adolescencia tardía, sin hábitos galantes ni recursos de seducción, del que no solo no queda el menor vestigio, sino al que se mira con menosprecio y conmiseración retroactivos”.
Como dije al principio, Bayal presta especial atención a sus textos. Es muy cuidadoso con el lenguaje empleado. Además de la riqueza de vocabulario en el libro, como en todas sus obras está regado de latinismos, o como en este fragmento, de latinajos:
“Ut faceret uvas, et fecit labruscas, latinajo que solo más tarde supe que era la desazón con que el señor lamentaba que, en lugar de uvas dulces, la viña solo diera uvas silvestres o agraces”.
El libro mantiene un tono similar a su anterior obra, “La Escapada” (Ver aquí). Es decir, a partir de hechos reales y sirviéndose de las técnicas de la ficción llegar a un tipo de narrativa realmente interesante.
Transpira la nostalgia de un tiempo ya perdido, de compañerismo y zancadillas, de amarguras y alegrías. En este contexto, Bayal no duda en ser crítico con ciertas actitudes y autocrítico si la ocasión lo requiere.
Cierto fatalismo recorre algunos textos o quizás sea la propia mirada reflexiva del pasado en el presente, pero Bayal no desdeña la ironía y el humor, en unos textos que destilan humanidad.
“Hervaciana” Gonzalo Hidalgo Bayal 🔗
Editorial: Tusquets, Edición 2021 🔗
Colección: Andanzas
272 páginas