Todos los escritores son exiliados dondequiera que vivan y su trabajo es un viaje de toda la vida hacia la tierra perdida.
Janet Paterson Frame nace en Dunedin, Nueva Zelanda, el 28 de agosto de 1924. Sus padres eran de origen humilde; su padre trabajaba como ferroviario y su madre era sirviente, entre otras, trabajó en casa de la familia de la escritora Katherine Mansfield.
La epilepsia de un hermano y el ahogamiento de dos de sus hermanas —eran cinco hermanos—, marcaron traumáticamente a la autora.
En 1943 comenzó su carrera de profesora. En el tercer año, tiene lugar un intento de suicidio. Comienza terapia con el profesor y psicólogo, John Money, por el que sentiría atracción. Seguirá cursando la carrera, pero en 1945, cuando un inspector revisaba sus trabajos, entró en pánico y abandonó la carrera. A partir de este suceso y ante la negativa a regresar a su hogar por la tensión familiar y la enfermedad de su hermano, fue ingresada en un Hospital psiquiátrico. Sería el comienzo de un peregrinaje por instituciones mentales durante ocho años y, donde equivocadamente, se diagnosticó su enfermedad como esquizofrenia. Éste sería el período que Janet narra en el libro que nos ocupa.
En 1951, todavía recluida, milagrosamente se salvó de una lobotomía, al obtener sus cuentos, “The Lagoon and Other Stories”, un premio literario. En 1955 conoció al escritor Frank Sargeson. Con la tranquilidad necesaria, en una cabaña de su propiedad, escribió su primera novela, “Owls Do Cry” (1957).
A finales de 1956, viajará por Europa, estableciéndose en Londres. Se cambia el nombre a Nene Janet Paterson Clutha, para evitar su localización y pasar desapercibida; se puede entender que para romper con su traumático pasado, también. Janet seguía teniendo ansiedad y visita en 1958 una clínica donde el psiquiatra Alan Miller, formado en Estados Unidos y compañero de John Money, determina que no padece esquizofrenia. Comenzará sesiones regulares de terapia con el psiquiatra Robert Hugh Cawley, quien además la animará a seguir escribiendo —Janet le dedicaría varios libros—.
Parece haber encontrado su equilibrio personal, entregando dos excelentes creaciones, “Faces in the Water” (1961) y “The Edge of the Alphabet” (1962).
Regresa a Nueva Zelanda en 1963, debido al fallecimiento de su padre. Prosigue su creatividad, “Scented Gardens for the Blind” (1963), “The Reservoir: Stories and Sketches” (1963), “Snowman, Snowman: Fables and Fantasies” (1963).
En su estadía en Nueva Zelanda viajará por Europa pero más por Estados Unidos, donde prolongará sus estancias, relacionándose con el artista, Theophilus Brown y su pareja Paul Wonner o la poeta y novelista, May Sarton. También se instalará durante diversos períodos en casa de su antiguo profesor, John Money. Publica en 1967, su colección de poemas, “The Pocket Mirror”.
En 1982, comienza a publicar su autobiografía, en tres partes, hasta 1984. En 1989, se reúnen bajo una sola, “An autobiography”. En 2008, bajo el título, “An Angel at My Table”.
Recibirá diferentes galardones en Nueva Zelanda y sus libros serán referenciales en las instituciones de enseñanza.
Frame falleció en Dunedin en enero de 2004, a la edad de 79 años.
La vida de Janet me recuerda en algunos aspectos —salvedades aparte—, a la vida de Anna Kavan 🔗 y en menor medida a la de Unica Zürn 🔗. Anna y Janet cambian su nombre para dificultar su localización y para romper con un pasado de experiencias traumáticas. Ambas mantienen una relación muy complicada con sus padres. Por último, las dos son diagnosticadas erróneamente como enfermas mentales.
Rostros en el agua
Janet Frame ↗
Janet en “Rostros en el agua”, se centra práctica y exclusivamente en los pasos por las instituciones mentales. Parece querer emplear un alter ego en la persona de Istina Movet. Esa característica se encontraba en algunos relatos de Anna Kavan. Ambas autoras, tal vez para eludir el sufrimiento asociado a los recuerdos de los hospitales, optan por narrar sus experiencias traumáticas a través de la primera o tercera persona, empleando otro personaje.
La protagonista ejerce de maestra, difiriendo de la vida real de la autora —Janet, cuando tuvo la crisis, estudiaba para ser maestra—. Convengamos en que la escritora introduce algunos rasgos ficcionales para complementar una narración basada en sus propias experiencias.
Transcurridas unas pocas páginas tenemos a Istina internada en un centro mental, temiendo la terapia de electroshock:
Tenía frío. Traté de encontrar un par de calcetines largos de lana que mantuvieran mis pies calientes para no morir con el nuevo tratamiento, la terapia por electroshock, y evitar que hicieran desaparecer mi cuerpo por la puerta trasera para llevarlo al depósito de cadáveres.
En la reclusión, se temía el momento de aplicación del tratamiento, confiándose en milagros, como la avería de la máquina:
En ocasiones, sentíamos un alivio casi delirante cuando la máquina se estropeaba y el médico salía, frustrado, de la sala del tratamiento, y la hermana Honey nos daba la maravillosa noticia:
—Vístanse todas. Hoy no habrá tratamiento.
Janet nos describe la confusión e indefensión que aparece tras la aplicación del tratamiento convulsivo:
Puedo oír cómo alguien gime y lloriquea; es alguien que ha despertado en el momento y en el lugar equivocados, porque sé que el tratamiento te arrebata esas cosas, te deja sola y ciega y sin identidad alguna, y buscas a tientas el camino a la fuente del consuelo más elemental, como un animal recién nacido; entonces te despiertas, pequeña y asustada, y las lágrimas no paran de manar, frutos de un pesar indescriptible.
Nos describe un centro donde los especialistas suelen tener una edad avanzada. Parecen vivir ajenos a los enfermos mentales, como estableciendo una barrera de por medio. Tan sólo Istina alude a un joven doctor que presenta un criterio más humanista con los enfermos mentales:
Era el doctor Howell quien intentaba difundir la interesante noticia de que los enfermos mentales eran seres humanos, y que, por tanto, era posible que a veces les apeteciera dedicarse a actividades propias de los seres humanos. Así nacieron «las veladas», en las que jugábamos a las cartas: a la escoba, las parejas, el burro y el euchre; y a la oca y al parchís, con premios y cena después.
El tiempo es relativo, se anula, entre los barrotes de los centros mentales, parece querer decirnos la autora a través de Istina:
No existe pasado ni presente ni futuro. Utilizar los tiempos verbales para dividir el tiempo es como trazar rayas de tiza en el agua. No sé si mis experiencias en Cliffhaven tuvieron lugar años atrás, están ocurriendo ahora o me aguardan en lo que se da en llamar el futuro.
Recibe pocas visitas. Los vínculos con los allegados denotan un escaso acercamiento afectivo familiar, —Janet en su vida real cuando tuvo las primeras crisis, prefirió recluirse en el centro mental a regresar a su casa familiar—:
Mis familiares no me habían visitado a menudo. Me parecían extraños y remotos, y a veces, cuando les dirigía una mirada rápida de soslayo a mis padres, captaba cómo sus cuerpos se venían abajo y se desmoronaban, y las células de su piel semejaban granos de trigo molidos hasta volverse harina fina; a veces me gastaban una broma y se desvanecían y se transformaban en pájaros que batían las poderosas alas y desencadenaban una tormenta en el aire.
Transcurrido un tiempo dan el alta a Istina, con la recomendación de cambiar de aires; en lugar de volver con sus padres, con los que parece vivir agobiada, se alojará en el norte con su hermana. Su hermana vive con su marido y su hijo en una casa modesta. Las condiciones tampoco son las idóneas y pasado un tiempo vuelve a ingresar en otro centro, donde reaparecen de nuevo las terapias electro convulsivas. La autora reflexiona en torno a argumentos dudosos del personal médico y sanitario:
Al cabo de unos días, ya en pie y vestida, podía pasearme por el pabellón y sentarme en el jardín bajo el sauce y aprender, mientras trataba de olvidar mi inquietud y mi miedo aún crecientes y el olor persistente del otro pabellón, mientras me convertía según todos los indicios en una de las pacientes tranquilas y satisfechas del Pabellón Siete, como si el tratamiento por electroshock que tenía lugar tres veces por semana, y la sucesión de gritos que se oían cuando el aparato avanzaba por el pasillo fueran una pesadilla que una padecía «por su propio bien». «Por tu propio bien» es un argumento convincente que puede acabar por hacer que el género humano acceda a su propia destrucción.
Como ya comenté en las notas biográficas sobre Janet Frame, los diagnósticos fueron erróneos. Janet era una persona muy sensible y tímida y esa dificultad en las relaciones con los demás fue confundida con una enfermedad mental, como lo era la esquizofrenia. Es clarificador como en un momento dado, ella sabe que no está enferma pero sí temerosa del ambiente adverso y el personal represivo:
Yo no me sentía enferma, pero sí tenía miedo. El doctor Tall cojeaba. La hermana Creed cojeaba. La cara de carnicera de la enfermera jefe Borough se hinchaba ante mí de forma amenazadora. Y, sin embargo, me dirigía obedientemente al otro pabellón, al que llamaban el Cuatro Cinco Uno, para someterme a los electroshocks e intentaba reprimir una inquietud que rayaba en el pánico cuando captaba el olor peculiar del pabellón y oía su nombre mismo: Cuatro Cinco Uno, sin duda un código siniestro.
A propósito de lo anterior, Janet relata escenas en las que reina la exaltación de la violencia, incluso reprueba su propia reacción interior, pero lo que menos comprende es la incitación a la violencia de los pacientes por parte de las enfermeras:
Dos pacientes se enzarzaron en una lucha a muerte. Me horrorizó sentir en mi interior el entusiasmo comunitario que se propagó entre las pacientes y las tres enfermeras ante la perspectiva de una pelea a mordiscos y arañazos. Me horrorizó incluso más comprobar que, a veces, las enfermeras trataban de provocar a las pacientes para que hicieran uso de la violencia.
Lo que recalca la autora de manera constante es la incomunicación en la que se hallaba:
Aunque yo era capaz de mantener lo que considero una conversación «sensata», había poca gente con la que hablar, y al abordar a alguien era necesario adoptar un disfraz mental similar al suyo, como esos soldados que lucen ramas en el casco para estar en armonía con la vegetación circundante y no despertar las sospechas del enemigo. Pero ¿no son esas acaso las tácticas que todos utilizan cuando intentan emerger de sí mismos y enzarzarse en los peligros de la comunicación humana?.
Menciona la autora la operación de cerebro a la que la iban a someter —supuestamente la lobotomía—. En la vida real se salvó gracias a unos cuentos que obtuvieron un premio, en cambio en la novela son los padres de la protagonista los que se oponen:
Ahora siempre estaba asustada y llena de incredulidad. Se hablaba de someterme a una operación cerebral, y los médicos intercambiaban bruscos comunicados, como notas diplomáticas entre distantes potencias extranjeras, con mis padres, quienes no aprobaron que «me toquetearan» el cerebro. Así pues, creo que me pasé el día entero y todos los días cerca del sauce llorón, dando vueltas en torno a él y tratando de hechizarlo con adivinanzas.
Sus padres junto a su hermana consiguen el alta de Istina y al cabo de un tiempo viviendo con su hermana, la ingresan de nuevo en el primer centro que estuvo, en Cliffhaven. Es el reencuentro con algunas pacientes permanentes y con autoritarias enfermeras.
No es preciso ahondar más en el libro para haber ofrecido unas pinceladas del intenso texto de Janet Frame. La autora expone con toda crudeza la rutina diaria en las instituciones mentales. Así como en Unica Zürn o Anna Kavan, en sus textos de estancias en centros mentales se produce una mezcla de realidad e irrealidad, además de un fuerte componente simbólico; en Janet Frame el relato es totalmente realista, con toda su dureza.
En su relato nos describe un personal médico carente de sensibilidad, totalmente alejado de las pacientes e instaurando una barrera infranqueable hacia ellas. Las enfermeras, tampoco se salvan de su crítica, comportándose de manera indolente y represiva. Nos habla la autora de una convivencia prácticamente imposible con sus compañeras internadas, la mayoría afectadas con enfermedades mentales severas. Nos transmite Janet, los olores “ad nauseam” que se perciben en los prolegómenos de las prácticas electro convulsivas y en el interior del centro. Son escalofriantes sus descripciones de Pabellones siniestros con pacientes desahuciadas.
La autora nos transmite la indefensión a la que se vio sometida, más cruel si cabe, al tener consciencia de lo que estaba viviendo, sabedora de que ella podía tener alguna limitación en las relaciones por su exacerbada timidez, pero no un desequilibrio mental agudo. Ahora bien, vivir esas experiencias al límite, influían en su personalidad extremadamente sensible. Son desgarradores los testimonios anteriores y posteriores a los electroshocks a los que se vio sometida. Más desgarrador es aún el terror que transmite ante la inminencia de una operación irreversible como la lobotomía.
Como en los textos de Unica Zürn y Anna Kavan, en el libro de Janet Frame, la incomunicación y la soledad del personaje, es decir, de la misma Janet, es desoladora.
Fuente de Imagen de Frank Sagerson: By Unknown author – https://natlib.govt.nz/records/22628491, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=96855091
Título original: “Faces in the water” © Janet Frame, 1961
“Rostros en el agua”, 2022 🔗
Primera edición: febrero de 2022
© Trotalibros Editorial🔗
© Traducción: Patricia Antón 🔗
© Fotografia: Reg Graham
© Nota del editor: Jan Arimany 🔗
Nate Wooley
Trompeta y Compositor↗
Unos someros datos biográficos de Nate Wooley, nos presentan a un músico que nace en Clatskanie, Oregon, en 1974. La afición por la música proviene de su padre, un saxofonista de Big Band. A la edad de 13 años, Nate, comienza a tocar profesionalmente junto a él.
En 2001 se traslada a Nueva York. Desde allí, colaborará con grandes intérpretes, como John Zorn, Anthony Braxton, Éliane Radigue o Annea Lockwood.
Sus primeros trabajos como trompetista y compositor datan de 2009, “Throw Down Your Hammer and Sing” y seguidamente, “The Seven Storey Mountain”. Destacar también, “The Almond” (2011), “Ninth Square” (2015), “Noise of Our Time” (2018) o “Seven Storey Mountain VI” (2020).
Se debe mencionar también su debut como solista en la Filarmónica de Nueva York, en 2019.
Indaga Wooley en la interconexión entre la música clásica y el jazz contemporáneo, además de explorar otros caminos cercanos a las vanguardias.
Propongo su nuevo trabajo conceptual, “Ancient Songs of Burlap Heroes” (2022), creo que bastante acorde como fondo para el desolador testimonio de Janet Frame.
En las notas introductorias, Nate, esboza sus intenciones con el disco:
Este álbum está dedicado a aquellos que reconocen la vida como un acto heroico: los ocupantes de los taburetes de sol; el cubículo plantado; los fantasmas de los galgos; lo razonablemente incompleto. Un héroe de arpillera es alguien que marcha, conscientemente o no, de regreso al mar con la esperanza de no salpicar, que entiende y abraza la imperfección del ser, y de esa manera, estira la definición de santidad para que encaje.
En el disco, es preciso mencionar la presencia de la destacada guitarrista y compositora, Mary Halvorson, que recientemente ha entregado dos completísimos trabajos, “Amaryllis” y “Belladonna”, que se encuentran dentro de lo mejor del año.
Créditos:
Mary Halvorson – Guitar; Susan Alcorn – Pedal Steel Guitar; Ryan Sawyer – Drums; Mat Maneri – Viola; Trevor Dunn – Electric Bass; Nate Wooley – Trumpet, Amplifier and composer.
© Pyroclastic Records, 2022 🔗